En 2007, la Fundación “Príncipe de Asturias” otorgó el “Premio de la Concordia” al Museo de la Memoria del Holocausto “Yad Vashem” de Jerusalén, «recuerdo vivo de una gran tragedia». Le fue concedido «por su tenaz labor para promover, entre las actuales y futuras generaciones, y, desde esa memoria, la superación del odio, del racismo y de la intolerancia».
En hebreo, “yad” es “mano”; “shem”, “nombre”. Aunque, por extensión, “yad” es también “monumento”, dado que, en la antigüedad, los cipos, cual brazos hincados en el suelo, ejercían esa función. Para la denominación de ese gran espacio consagrado al recuerdo de los que padecieron la Soá, en el que, además del Museo, hay un centro de investigación histórica, un archivo y una biblioteca, se halló, en el profeta Isaías (56,5), la expresión más conveniente: «Les daré en mi casa y dentro de mis murallas un monumento y un nombre (yad vashem) mejores que hijos e hijas, un nombre eterno que no será extirpado».
En Yad Vashem hay una avenida flanqueada por árboles, que han sido plantados para recordar a aquellas personas no judías que ayudaron a salvar a los judíos, perseguidos durante la Segunda Guerra Mundial y en períodos anteriores a ésta. Una plaquita con su nombre, colocada junto a un árbol, testimonia la gratitud de todo un pueblo hacia quien puso su propia vida en peligro para que otros la conservasen.
Y será tenido por siempre como “Justo entre las naciones”, que es el título que se le da a perpetuidad. Son casi treinta mil, aunque no todos figuran en el Jardín de los Justos, sino en otros registros que se guardan en diversos lugares de honor de Yad Vashem. De entre las incorporaciones últimas se encuentra la del cardenal francés Eugène Tisserant (1884-1972), filólogo, orientalista y miembro eminente de la Curia romana.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, este purpurado, nacido en Nancy, prestó auxilio a judíos que acudieron a él solicitando que los amparase. Y lo hizo, bien escondiéndolos, bien empleándolos en la Biblioteca Apostólica Vaticana, bien proporcionándoles visados para viajar. Fue muy sonada su decisión de conceder la medalla de honor del dicasterio que presidía en el Vaticano al médico hebreo Guido Mendes, que había sido cesado, en aplicación de las leyes raciales, de su cargo de director de un hospital romano.
Tisserant cursó estudios, después de los del Seminario, en l’École biblique et arquéologique française de Jerusalén y, en París, en l’École des langues orientales vivantes, l’École des hautes études de la Sorbonne, l’École du Louvre y l’Institut catholique. Se desenvolvía con soltura en quince lenguas, de las cuales cinco eran semíticas: hebreo, siríaco, asirio, árabe y etíope. Y es por ello por lo que fue llamado a Roma para trabajar como conservador de manuscritos orientales en la Biblioteca Apostólica Vaticana, de la que llegó a ser prefecto y su modernizador.
Fue profesor de asirio en el centro académico de Sant’Apollinare, en Roma, y colaboró en la revisión de los libros litúrgicos del Oriente cristiano. Presidió la Pontificia Comisión Bíblica y la Comisión preparatoria del Concilio Vaticano II. Era un gran estudioso y lo adornaba una extraordinaria erudición, y resulta difícil exponer con brevedad la magnitud de su currículo vital, siendo el título que mejor se ajusta a su trayectoria eclesial e intelectual el de “Príncipe de la Iglesia”, al que catorce universidades le confirieron otros tantos doctorados “honoris causa”.
L’Académie française le asignó el sillón 37, en el que anteriormente se habían sentado notables figuras de la Iglesia y de la cultura en Francia: Daniel Hay du Chastelet, Jacques-Bénigne Bossuet, Melchior de Polignac, Joseph Giry de Saint Cyr o Charles Batteux. El cardenal Tisserant dedicó el discurso de ingreso en la Academia, en el que se pudo apreciar su gran altura como orador, historiador y científico, al físico Maurice de Broglie, su predecesor en el sillón 37.
Antes de finalizar su intervención, el nuevo académico dijo de De Broglie: «¿Acaso no fue su cristianismo el que explica la armonía perfecta entre su elevada inteligencia y su vida de plena simplicidad y bondad, caridad y –digámoslo- de humildad, virtudes que, unidas, hacen agradables las relaciones sociales y procuran al investigador la calma y el equilibrio que precisa para sus descubrimientos, y, al maestro, la autoridad que guía a sus discípulos, feliz por haber conseguido un éxito del que no se enorgullece, pues reconoce que es mérito de todos?».
Con Eugène Tisserant fue declarado también “Justo entre las naciones” otro francés: monseñor André Bouquin (1902-1973), rector de San Luigi dei Francesi, la iglesia romana, cerca de la plaza Navona, en la que fueron acogidos y escondidos muchos judíos y en la que penden de sus muros unos cuadros pintados por Caravaggio (1571-1610) sobre tres momentos de la vida de un judío al que Jesús llamó para que fuese apóstol: san Mateo. Y estos son el de su vocación, el de la inspiración de su Evangelio y el de su martirio.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 4 de diciembre de 2021, p. 29
Cardenal Eugène Tisserant
Yad Vashem
Placa indicativa del Jardín de los Justos
«La inspiración de san Mateo», de Caravaggio, en la iglesia de San Luis de los Franceses
“Kohen” significa, en hebreo, “sacerdote”. Y de este vocablo, que la Biblia cita con frecuencia y veneración, proviene el apellido de Leonard, al que la Cátedra homónima de la Universidad de Oviedo ha dedicado unas jornadas de estudio a mediados de este mes de noviembre.
Leonard Cohen nació, el 21 de septiembre de 1934, en Montreal (Canadá). Era viernes, víspera del “shabbat”, día séptimo de la Creación, en el que Dios descansó de la realización de su obra genesíaca e inauguró esa entrañable fiesta que el pueblo judío celebra semanalmente.
Sus ancestros eran, por parte de padre, polacos; y, de madre, lituanos. A su abuelo materno Solomon Klinitsky-Klein, conocido por sus escritos acerca del Talmud, le llamaban “Príncipe de los gramáticos” y a él le dedicó Leonard uno de sus poemas: “The song of the hellenist”. Mientras que su abuelo paterno Lyon Cohen fue cofundador del periódico “The Canadian Jewish Times”.
Provenía, pues, de una familia religiosa e ilustrada. Los primeros contactos de Leonard con la Iglesia tuvieron lugar por medio de su niñera, que era católica y solía llevarlo con ella a los actos de culto. Aquella participación en la vida litúrgica y devocional de la Iglesia hizo que se viese a sí mismo como un «outsider» del catolicismo.
Se sentía, sin embargo, hebreo hasta la médula. Aunque hubiera transitado por diversos senderos espirituales. En cierta ocasión comentó: «Me gusta la compañía de los monjes, de las religiosas, de los creyentes y de los extremistas de todo género. Me he sentido siempre en casa con personas de esa clase. Y no sé exactamente por qué. Sé que eso hace solo las cosas más interesantes».
Nada pudo, con todo, reemplazar a su multisecular religión. Era la de sus antepasados, que se sabían descendientes de Aarón, el hermano de Moisés. Era la de la Biblia, en la que se inspiró para componer tantas de sus memorables canciones. «I’m the little jew / who wrote de Bible», dejó escrito en “The Future”. Era la de su madre, que poseía el don de relatar historias.
Cuando Leonard salió del monasterio zen de Mount Baldy, cerca de Los Ángeles, en el que estuvo desde 1994 hasta 1999, confesó: «No buscaba una nueva religión ni la embriaguez de una conversión o de una apostasía. Me he rapado la cabeza, he vestido el hábito de monje zen, pero no he nadado en otros océanos. He nacido judío y moriré judío. La religión de mi familia satisface todos mis deseos espirituales. Regresar a casa ha sido una hermosa sensación».
En efecto, suele suceder que, cuando se anda a la búsqueda de nuevas experiencias en el bazar de las espiritualidades, sean del tipo que sean, acaba uno por descubrir que en donde se encuentra realmente la suya es en el punto de origen, en la religión de su casa y familia, en la del templo en el que recitó las primeras oraciones de la infancia, en la de la tradición espiritual y cultural en la que nació y creció.
Y de ahí el que sea especialmente cruel esa modalidad de ateísmo en el que sus militantes no solo se desapuntan de una religión en cuanto hecho confesional histórico, sino que reniegan del Dios en el que cree su madre y tratan de desprestigiarlo ante el universo mundo valiéndose de todos los medios posibles. Y mientras tanto Dios no cesa de preguntarles a través de la esencial, verdadera y amorosa voz de sus religiosas, y tal vez ya ancianas, madres: «¿Por qué me persigues?»
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 27 de noviembre de 2021, p. 28
Rita Levi-Montalcini (Turín, 1909-Roma, 2012) fue Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1986. Era judía y, aunque se declaraba agnóstica, fue miembro de la Pontificia Academia de Ciencias. Y es que la Iglesia, en lo referente a las ciencias, se deja siempre aconsejar por los que han acreditado el más alto grado de excelencia en sus labores de investigación y de avances científicos.
Esta gran conocedora del funcionamiento del cerebro humano decía: «Aun declarándome laica, o mejor, agnóstica y librepensadora, envidio a quien tiene fe y me considero profundamente “creyente” si por religión se entiende creer en el bien y en el comportamiento ético: si no se persiguen estos principios, la vida no merece la pena ser vivida».
Hoy hace ochocientos años que nació Alfonso X el Sabio (23 de noviembre de 1221), trovador de santa María: «Y lo que quiero es decir loor de la Virgen, Madre de nuestro Señor, santa María, que es lo mejor que él hizo, y, por esto, yo quiero ser desde hoy trovador suyo, y le ruego que me quiera por su trovador, y que quiera recibir mi trovar, porque por él quiero mostrar los milagros que ella hizo, y, además quiero dejarme de trovar, desde ahora, por otra dama, y pienso recobrar por ésta, cuanto por las otras perdí».
Las Cantigas de santa María han sido editadas por el medievalista alemán Walter Mettmann en Clásicos Castalia, desde la primera hasta la cuadringentésima vigesimoséptima. Y, cuando ya se acerca el Adviento, santo tiempo de la esperanza y de la escucha, y la solemnidad de la Inmaculada, dígasele a la Virgen ésta que reza: «Santa María, estrella del día, muéstranos la vía para Dios, y guíanos. Porque haces ver a los errados que se perdieron por sus pecados, y les haces entender que son culpables, pero que Tú los perdonas de la osadía que los hacía hacer locuras que no debían».
El asturiano Salvador Gutiérrez Ordóñez, miembro de la Real Academia Española, declaró, en una entrevista publicada por La Nueva España, que los profesores de Religión han de intervenir de forma activa, junto a los de Lengua, Historia y Ciencias, en la corrección lingüística de los alumnos con el fin de que éstos se expresen de forma adecuada.
Se comprende que el académico diga eso, ya que los vocablos de naturaleza religiosa gozan, en el Diccionario de la RAE, de amplísimo espacio, y la Biblia, al igual que el argot eclesiástico, ha enriquecido el patrimonio gnómico español con numerosos dichos y refranes.
Otra cosa diferente es que no se usen bien. Es más, las piquiponadas encuentran, en las frases hechas de la tradición religiosa, los mejores materiales para la confección de sus tergiversaciones. Y confiemos, dicho sea de pasada, en que algún día se haga realidad el sueño de ver exiliadas, al fin, inexactitudes como las de que «el cura ‘dio’ misa» o «el obispo ‘ofició’ la homilía».
De modo que, volviendo al argumento que nos ocupa, Salvador Gutiérrez Ordóñez lleva razón en lo de que la clase de Religión puede aportar mucho en la formación lingüística, retórica y literaria de los estudiantes, y entiendo que se refiere a la católica, dado que, en el sistema educativo español, es la predominante en las aulas. Porque, ya para empezar, es religión que se funda y sostiene en la Palabra. Llama «Verbo» a la segunda persona divina de la Santísima Trinidad.
Así da comienzo la Biblia: en el principio, en el inimaginable silencio anterior a la Creación, fue dicho un imperativo: «jehî ´or», «sea la luz». Y la luz fue. Es en esta acción primordial sobre la que el evangelista Juan funda su inspirada obra: «En el principio era el Logos». No el de los estoicos o el de Filón de Alejandría, sino el de los poetas, los profetas y los sabios del antiguo Israel; el de los evangelistas y los apóstoles de la Iglesia primitiva.
De éstos, y de su mundo, se habla en las clases de Religión católica. De una cartografía que, además de política, es lingüística: la de los hablantes en sumerio, hitita, asirio, babilonio, persa, egipcio antiguo y sus descendientes, demótico y copto; hebreo, arameo, griego, latín, árabe, fenicio y etiópico.
Y se aprende a distinguir, como un ejercicio intelectual utilísimo, un género literario de otro: apocalipsis, bienaventuranzas, trenos, diatribas, elegías, fábulas, himnos, parábolas, sagas, parénesis, apotegmas, doxologías, credos y epitalamios, así como los ambientes vitales en los que surgen y las estructuras, los procedimientos y las fórmulas que sirven para articularlos.
En cuanto a los géneros de composiciones literarias para ser cantadas, también se aprende, en clase de Religión, a reconocer un villancico, un miserere, un réquiem, un introito, una antífona, un gradual, una saeta, un kirie, un agnusdéi, un aleluya, un tedeum, un motete, una cantata, un oratorio, un espiritual, una secuencia, una letanía y una copla a lo divino.
Resulta imposible citar aquí todos los escritores hispanohablantes que, con sus textos de inspiración cristiana, han forjado y engrandecido nuestro idioma y cuya lectura ha de ser promovida en las clases de Religión. Y se ha de comenzar por la oración que Dámaso Alonso calificó de «primer vagido de la lengua española»: la que figura en las “Glosas emilianenses”, a saber, «Con o aiutorio de nuestro dueno dueno Christo, dueno salbatore, qual dueno get ena honore e qual duenno tienet ela mandatione con o patre con o spiritu sancto en os sieculos de lo sieculos. Facanos Deus Omnipotes tal serbicio fere ke denante ela sua face gaudioso segamus. Amen».
Así que, para adquirir habilidades literarias y oratorias, la clase de Religión es de lo más práctico que puede hallarse en el bosque de las ofertas académicas. A todo lo anterior habría que añadir el que, si son de los que asisten habitualmente a la iglesia, los estudiantes sabrán que una homilía no es una catequesis, ni una amonestación es una monición.
Y téngase en cuenta, por último, que, hasta la fecha, el único libro editado en España dedicado a la formación del estilo fue escrito por un religioso madrileño: Luis Alonso Schökel, jesuita y biblista. La obra ha sido reeditada varias veces, dada su condición de, por ahora, no remplazada, y, para aprender a expresarse bellamente en español, además de adquirir gustosos conocimientos sobre la Biblia, ahí están, como muestra de la correcta aplicación de las reglas de su manual de estilo, sus traducciones bíblicas y sus libros y artículos de exégesis y teología.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 21 de noviembre de 2021, p. 29
Glosa emilianense
Glosa emilianense
Declaraciones de Salvador Gutiérrez Ordoñez, académico de la RAE, a La Nueva España (14 de noviembre de 2021)
Es abogado y hubo un tiempo en el que gozaba de cierto prestigio en la ciudad de provincias en la que residía. Su madre era muy conocida en la parroquia a la que pertenecía la familia, porque visitaba a los enfermos y los acompañaba en las peregrinaciones que se realizaban a Lourdes. Pero falleció a causa de un cáncer cuando no había cumplido aún los sesenta. Su marido la había premuerto con cincuenta y pocos.
La desaparición sucesiva de sus padres lo condujo progresivamente a la pérdida de la fe, que había practicado tranquilamente desde la infancia, pues acudía regularmente a misa, rezaba y recibía los sacramentos, tal como le habían enseñado a hacer en casa y en el colegió religioso en el que estudió. Sin embargo, se enfadó con Dios y no quiso saber más ni de la Iglesia ni de la religión.
Con el abandono de la vida cristiana, llegó el decaimiento en lo moral y el relajo en las costumbres, y se entregó desmesuradamente a ganar dinero, a andar de juergas, a cambiar de coches y a no contenerse en el disfrute de todo lo que se le pusiese por delante. Aun así, se le agrió el carácter. Se deleitaba viendo llorar de angustia a los clientes que acudían al bufete.
Un día, cuando empezaba a amanecer, tres policías se presentaron en su domicilio con una orden de arresto. Pensó que se trataba de una broma, pero no lo era. Se lo acusaba de asociación para delinquir, elusión de obligaciones fiscales y asesoramiento de un consorcio de cooperativas para la evasión de millones de euros. Tenía que ser un malentendido; sin embargo, había unas llamadas telefónicas interceptadas y unos delatores que afirmaban que era culpable. Acabó en prisión.
Sus hermanos no quisieron volver a tener relación con él. Nadie iba a visitarlo a la cárcel, como a los otros reclusos, para llevarle comida, revistas, mudas o lo que fuese. Nada. Sus familiares fueron a partir de entonces los compañeros de celda, módulo o patio. Rodó por varios establecimientos penitenciarios. Hizo una huelga de hambre para que se reparase en su inocencia, pensó en quitarse la vida y pasaron por su mente toda suerte de barbaridades para poner fin a aquello. En su desesperación, llego al límite del aguante y del instinto de supervivencia.
En un domingo de invierno, un compañero le propuso asistir con él a la misa de la prisión. Tuvo que insistir, porque era lo último que a aquel abogado, depuesto, herido, hundido y resentido, se le habría ocurrido hacer en el océano de soledad por el que navegaba al pairo. Y fue. Gran aburrimiento. Nada de lo que allí se decía le concernía. Él, a lo suyo: dolor, ira, impotencia, ensoñaciones.
De repente, un rayo de sol entró por una ventana. Iluminó el banco en el que estaba sentado. Sintió calor en la espalda. Y, sin saber por qué, rompió a llorar y cayó de rodillas. Uno de los que estaban a su lado se acercó para preguntarle si se encontraba mal. Y en ese preciso instante tomó conciencia de que lo que sentía era una paz profunda.
Su vida no fue ya nunca más la misma. Volvió a misa. Todos los domingos. Los días se sucedían con la monotonía de siempre, pero «yo ya no tenía miedo», dice ahora. Y así hasta que salió de la cárcel. Tuvieron que transcurrir siete años para que fuese declarado inocente de los cargos que se le imputaban. Y confesó: «Sin la fe, no habría logrado superar esta prueba». Más aún, si el fiscal hubiese impugnado el veredicto y hubiese tenido que seguir encerrado, lo habría afrontado con serenidad, porque desde aquella tarde de domingo él se había convertido en otra persona.
Quedó en libertad. Pero sin dinero. Debió levantar desde el suelo todo lo que se le había venido abajo tras el ingreso en prisión. Con lo que sí contaba era con los comentarios difamatorios de sus colegas de profesión. Tiene algo ahora, sin embargo, de lo que carecía antes: compasión. Especialmente con los condenados a penas carcelarias, a los que, en razón de su oficio, les promete que irá a visitarlos, y va, pues sabe que, cuando se le dice eso a un presidiario, aguarda anhelante a que se cumpla la palabra dada.
Ha vuelto a la parroquia y colabora de distintos modos en ella. Quisiera peregrinar a los santuarios más famosos de Europa, pero las autoridades no se lo permiten. Por riesgo de fuga, le dicen. Confía, no obstante, en que se le presente pronto la ocasión de viajar hasta esos lugares de gracia para que así quede definitivamente clausurada una etapa de su vida en la que supo en carne propia qué es la injusticia, la cárcel y la redención.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 14 de noviembre de 2021, p. 24
Faltan poco más de cincuenta días para que el año 2021 concluya y no parece que vayan a celebrarse, en este mes ni en el de diciembre, en España, actos conmemorativos reseñables del décimo noveno centenario del nacimiento del emperador romano Marco Aurelio, que tuvo lugar el 26 de abril de 121.
No los va a haber y no los ha habido. Ni congresos ni exposiciones. Tampoco en Roma, en donde el penúltimo de los Antoninos se yergue imponente, a caballo, en la estatua de bronce que se encuentra en el centro de la plaza del Capitolio.
Bien es verdad que no están los tiempos para que le erijan una estatua a uno, ni le dediquen una calle, ni para decir que se huelga de pertenecer a la civilización cristiana, ni para cursar estudios universitarios de latín o griego. Por lo de la “cultura de la cancelación” (“cancel culture”), o lo que es lo mismo, la censura cultural.
La Universidad de Princeton ha eliminado la obligación de estudiar griego y latín en el grado de Clásicas. A partir de ahora solo se utilizarán traducciones. Las razones que se han aducido para implantar esta medida son las de la prevención del racismo sistémico que comporta para los alumnos provenientes de culturas no familiarizadas con la greco-latina, incluso de los Estados Unidos, el sentirse en desventaja respecto a otros estudiantes en el desarrollo de las clases de la especialidad.
En Massachusetts, una profesora, que considera que la “Odisea” es una obra irrespetuosa con las mujeres, ha logrado que sea retirada del programa de estudios de su instituto. Y en Escocia, los obispos católicos temen que, en virtud de la “cultura de la cancelación”, la Biblia y el Catecismo de la Iglesia sean declarados incendiarios y criminalizados a causa de las nociones de persona, sexo, matrimonio y familia subsistentes en sus páginas.
Pero volviendo al caso de Marco Aurelio, el hecho de que no se le haya dado relieve a la efeméride de su nacimiento resulta llamativo, pues no son pocos los personajes de la vida pública española que confiesan tener sus “Meditaciones” como libro de cabecera y principal inspirador de serenidad y autodominio en sus agitadas vidas.
De lo que no suele hacerse, sin embargo, mención es de lo brutales que fueron las persecuciones anticristianas bajo su filosófico reinado. De la saña y la ferocidad con la que se dio muerte a los mártires de Lyon y Vienne, víctimas de xenofobia y de falsas acusaciones y utilizados para dar contento, por el derramamiento de su sangre, a no se sabe quién, se habla aún hoy con horror.
Mas a Marco Aurelio, los modos con los que los cristianos iban al martirio, cantando himnos y perdonando a sus verdugos, debían de parecerle «teatro», como deja entrever en las “Meditaciones” (11,3): «¡Cómo es el alma que se halla dispuesta, tanto si es preciso ya separarse del cuerpo, o extinguirse, o dispersarse, o permanecer unida! Mas esta disposición debe proceder de una decisión personal, no se ha de tomar en función de un simple alineamiento, como los cristianos, sino como fruto de una reflexión, de un modo serio y, para que pueda convencer a otro, exenta de teatralidad».
Muchos se preguntan si Marco Aurelio estaba al tanto de la crueldad con la que se ejecutaban las condenas, si aprobaba el que se diese muerte a alguien por el solo hecho de ser cristiano y si daba crédito a las acusaciones de practicar canibalismo e incesto que se vertían en contra de los seguidores de Cristo.
Sin embargo, debió de tener noticia de todo ello, porque su admirado maestro de filosofía Frontón era de los que propagaba esas calumnias y Junio Rústico, amigo del emperador, fue el prefecto que sentenció a morir al cristiano Justino de Flavia Neápolis sin atender a sus alegaciones en defensa propia.
Tampoco le valió de nada a Justino el haber escrito anteriormente, en tiempos de Antonino Pío, al emperador y a sus dos herederos, Marco Aurelio y Lucio Vero, una apología en favor de los cristianos, y es probable que Marco Aurelio no hubiera ni siquiera hojeado las que Melitón de Sardes, Apolinar de Hierápolis y Atenágoras de Atenas le dirigieron a él con el mismo propósito.
Pero, ¡lo que son las cosas de la vida!, mientras finaliza el año 2021 sin que haya conmemoraciones marcanas aurelianas, sí las habrá, en cambio, en honor del obispo que sucedió a Potino. Este Potino rigió la iglesia de Lyon en tiempos de Marco Aurelio y murió mártir causa de los malos tratos que le infligieron los esbirros imperiales sin que los moviese a compasión el que fuese un anciano de noventa años.
Y el obispo designado para ocupar su puesto fue Ireneo, discípulo de Policarpo de Esmirna y primer teólogo católico, que no formó parte de aquel grupo de mártires de Lyon por haber tenido que ir a Roma para tratar asuntos graves de naturaleza doctrinal y al que el Papa Francisco va a declarar próximamente “Doctor de la Iglesia” con el título de “Doctor unitatis”.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 7 de noviembre de 2021, p. 29
Fabrice Hadjadj, francés, judío de nacimiento, convertido al catolicismo cuando tenía 27 años, filósofo y dramaturgo, ha recibido el «Premio Internazionale medaglia d’oro al merito della Cultura Cattolica», en su 39ª edición, concedido por la Scuola di Cultura Cattolica de Bassano del Grappa. Fue el pasado 29 de octubre y éste ha sido su discurso, del que recomiendo la lectura a partir del número 5 a propósito de la «cultura católica»:
1. Recibir un premio en un ámbito cristiano es, sin duda, una alegría, pero es también, y antes que otra cosa, una prueba. Y me refiero a una prueba en el sentido más fuerte del término. No hablo de los problemas de carácter mundano, que ciertamente existen, pero éstos me resultan más fáciles
Existe, por ejemplo, el problema de prestarse a esa terrible contorsión del orgullo, que consiste en protestar fingiendo humildad: «No, yo no lo merecía; otros con más méritos que yo son quienes deberían estar hoy aquí». He de decir que, por mi parte, no me causa el menor disgusto estar ante los reflectores y soy enemigo feroz del igualitarismo sentimental que ha eliminado la entrega de premios a los niños de primaria.
Existe otro problema: fingir que se ignora, por educación, la suerte de reciprocidad que se establece. El premio distingue, en verdad, a la persona galardonada, pero ésta sirve también como tarjeta de visita para el premio. Sin embargo, cuando se trata de Fabrice Hadjadj, y no de Josef Ratzinger, la situación se vuelve claramente a mi favor.
Tercer problema: ser revestido como un toro reproductor que ha quedado campeón en una feria agrícola. Esto no me molesta en absoluto. Después de todo soy padre de nueve hijos; y mi actividad como payaso me ha capacitado para andar por ahí sin problema con un enorme cencerro al cuello que diga: «Primer premio de la raza bovina». Poseo una morfología muy bien adaptada a este tipo de adornos.
En realidad, en donde comienzo a tener reservas, allí en donde se muestra la prueba, es cuando se descubre el vínculo entre las dos categorías de la feria: la categoría “toro de monta” y categoría “bovino para el matadero”. Es decir, la relación entre la fecundidad y el matadero. Y es esto lo que pone de manifiesto la recepción de un premio en un círculo cristiano. Al menos si se adopta un punto de vista realmente evangélico.
2. Recordad la lectura del domingo de la semana pasada. Lo hijos de Zebedeo se acercan al Hijo de Dios y le piden sentarse a su izquierda y a su derecha en la gloria. Los otros apóstoles se indignan ante tal arrogancia, tal vez porque es la misma que ellos albergan en sus corazones. Jesús, en cambio, no se indigna. El deseo de excelencia es legítimo a sus ojos. Es normal, según él, buscar los primeros puestos. Sin embargo, ya que él es la Verdad, les hace esta observación: No sabéis lo que pedís (Mc 10,38). Reclamáis los primeros puestos, bien, pero ¿qué es un primer puesto? ¿cuál es la condición que se requiere, aunque no sea suficiente, para llegar a él? Y Jesús les da una respuesta: beber el cáliz que yo voy a beber, ser sumergidos en el mismo bautismo que yo…
E inmediatamente, dirigiéndose a todos, comienza diciendo «Vosotros sabéis» y no «Vosotros no sabéis». Comienza recordando en qué consiste la jerarquía de las dignidades fuera de Israel: «Vosotros sabéis que aquellos que son tenidos por jefes de las naciones, la tiranizan; y los grandes ejercen sobre ellas su poder. Entre vosotros, en cambio, que no sea así. Aquel que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y quien quiera ser el primero entre vosotros, que se haga siervo de todos, pues el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y entregar su propia vida en rescate por muchos» (Mc 10,42-45).
Cuando afirma que la jerarquía entre los discípulos es una jerarquía de servicio, Cristo no rechaza ni el poder ni el primado. Revela más bien en qué consisten. La potencia es siempre fecunda, no es competitiva ni eliminadora. No aplasta, sino que eleva. El maestro más grande es aquel que hace de su discípulo un maestro más grande que él. Del mismo modo, la gloria de un padre es que su hijo sea todavía más glorioso. En otras palabras, el deseo de gloria presupone una humildad profunda, la de haber sido lo bastante grande como para elevar a otro por encima de nosotros, como un levantador de pesas… Justamente. Hasta aquí, bien… Pero a esta ley de fecundidad va asociada la cláusula del matadero. Hay que beber el cáliz. Hay, como el Hijo del hombre, entregar la propia vida como rescate. Y esta es la prueba.
3. Vosotros me entregáis hoy este premio y a cambio albergáis una pretensión respecto a mí. Me colocáis entre los primeros, pero, casi a traición, en verdad irónicamente, según la gran ironía de Cristo, proclamáis que debo ser vuestro esclavo. Ensalzáis mis obras, pero me reclamáis la vida. Y no me planteáis la alternativa de un ladrón callejero: «La bolsa o la vida». Me entregáis la bolsa, y me alegro, pero esto significa que he de dar necesariamente mi vida como rescate.
Estoy ante los focos, se habla de mi «contribución a la cultura católica», pero mi verdadera contribución acaecerá solamente cuando esté en las tinieblas, solo con Dios. No en Bassano del Grappa, sino sobre el monte de los Olivos. No con la copa del cóctel, sino con el cáliz de la agonía. Y no digo esto sin temblor, por el simple gusto de provocar. Lo digo temblando, por amor a la verdad.
Como dice el salmo (48,2), recordando probablemente los animales de la feria agrícola: el hombre, en la prosperidad, no comprende, es como un animal que perece. Esto no significa que quien sabe ver más allá huya del matadero, sino que es consciente de ello: sabe que el Verbo mismo, en el momento crucial, no abría la boca; era como un cordero llevado al matadero (Isaías 53,7).
¿Seré yo, en aquella hora de oscuridad, un testigo de la alegría? ¿Cómo puedo estar seguro? Me entregáis este premio y yo no puedo más que encomendarme al Padre eterno. No puedo más que encomendarme a vuestras oraciones. En un ambiente realmente cristiano, un hombre que es premiado es un hombre que pide auxilio. Y llama a sus hermanos para que acudan en su ayuda, no como uno que quiere salvar la piel, sino al contrario, para que pueda darla, ponerla sobre la mesa, y no solo literariamente, sino literalmente, como san Bartolomé, el desollado vivo, que muestra sus despojos como un hábito recién quitado…
4. Si se me permite llevar un poco más allá mi reflexión, a costa de rondar la descortesía, añadiría que no solo se trata de la prueba que comporta todo premio cristiano, sino también la incomodidad que me supone este premio en particular, según el cual yo habría contribuido a la “cultura católica”. Ahora bien, no estoy seguro de exista algo así como “cultura católica”.
Experimenté ya esa incomodidad en una ocasión anterior, cuando recibí el premio “Spiritualités d’aujourd’hui”, Espiritualidades de hoy. Tuve que ponerme a explicarles a los miembros del jurado que se trataba de un error acerca de la persona o, al menos, de sus intenciones.
Siendo judío y católico, mi espiritualidad no es de hoy, sino de ayer y de mañana, porque es del Eterno. Pero sobre todo no podía tolerar, yo, judío de nacimiento y ultra-judío por el bautismo, que se me pudiese considerar un amigo de la “espiritualidad”, palabra-contenedor que permite que se evite el hablar de religión y a la le que le falta lo esencial de la vida cristiana, es decir, la carne, la Palabra hecha carne, y su Cuerpo y su Sangre que nos son dados bajo las especies de pan y vino.
Acoger al Espíritu Santo implica ir a Misa en un lugar en el que el sacerdocio ha ido pasando de mano en mano desde el tiempo de los apóstoles en Jerusalén y reconocer que el acto más místico es aquel de tener la boca llena, sin poder decir nada más, para poder ser salvados tanto de cualquier espiritualismo como de cualquier fuga de la historia y de la geografía. Me gustaría contentarme con una pequeña meditación trascendental en mi acogedora vivienda, entre personas selectísimas, pero, como católico, tengo el deber de ir a una iglesia mohosa, mal calentada, junto a parroquianos con los que a menudo no tengo afinidad cultural, para escuchar a un párroco cuya elocuencia es tediosa y una teología muy aproximada. Y, sin embargo, es allí en donde se encuentra mi salvación, en un Dios lo bastante fuerte como para que yo pueda tener los pies en la tierra y cuyos ángeles no cesan de repetir: Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al cielo? (Hechos 1,11).
5. En cuanto a lo de “cultura católica”, he aquí mi perplejidad. El pensar que tal cultura exista significaría situarla competitivamente con las demás culturas y creer, por ejemplo, que la cultura católica deba triunfar sobre la cultura no católica y que la Biblia tenga que suplantar a los demás libros.
La idea de una cultura católica corre el riesgo de ser asociada al fundamentalismo. Incita a funcionar en circuito cerrado, a ex-culturarse, a ignorar las obras del propio tiempo que no tengan la marca de una cruz reducida a etiqueta…
El catolicismo no es una cultura rival, porque no se sitúa en el mismo plano de las culturas. Si se pueden parangonar las culturas con las especies vegetales, la Revelación cristiana no es una especie viva más y más bella, que debería sustituir a las otras, como una hierba maravillosa más virulenta que una mala hierba. Es más como el sol, la lluvia o las tijeras del jardinero. Es eso lo que permite a cualquier cultura crecer, purificarse, dar flores más bellas y frutos más sabrosos.
6. La cultura es siempre local y pagana. La palabra remite en primer lugar a una relación con la tierra. Se trata de una actividad de campesino. Cicerón traspone esta actividad al orden intelectual, considerando al espíritu del hombre como un campo que hay que desforestar, sembrar, regar y escardar: «Philosophia cultura animi est». La filosofía, pero también las artes y las ciencias son concebidas en continuidad con el mundo agrícola.
¿Qué significa esta continuidad o más bien esta analogía? Pues que el hombre no es ni el que inicia ni el que controla enteramente la obra. Esta procede de un don inicial, el de la semilla, de la especie selvática dada por la naturaleza, de la especie domesticada por un antepasado, y se despliega bien por el esfuerzo de un trabajo, bien por la gracia de una meteorología favorable. El campesino celebra la naturaleza, trabaja con ella y teme a los dioses. El hombre de cultura, quienquiera que sea, reconoce siempre el don antes que el material y que la inspiración y sabe que la propia mano está a merced de la artritis.
Las culturas no están solo expuestas al hielo y a las langostas. Son de por sí mortales. Pueden desaparecer para ventaja de otra cultura. Pueden también ser eliminadas por lo que no es una cultura, sino un dispositivo tecnológico. El microprocesador reemplaza a la tierra y el ingeniero al campesino.
7. Me temo que ahora no estemos ya en tiempos de cultura. El modelo no es ya el de la agricultura, el don y los días fastos. Es el del ordenador, de control total, y, naturalmente, puesto que tal control produce un exceso de tensión, de una pérdida total de control. Bajo el imperio de paradigma tecnocrático, en el que el programa prevalece sobre la providencia, en el que la robotización prevalece sobre el trabajo, se oscila continuamente entre la monitorización y el éxtasis, el cálculo y el trance…
¿Por qué se debería entonces tener aún hoy la paciencia de la cultura? Cicerón ponía el ejemplo del hombre que planta árboles de los que él no va a llegar a recoger los frutos. Si el dispositivo tecno-emocional nos arrastra tan fácilmente a la instantaneidad y al presentismo es porque andamos sin esperanza. A diferencia de los antiguos, que creían en la transmisión, a diferencia del moderno, que creía en el progreso, el postmoderno no cree ya en el futuro… No planta árboles. Solo hace pedidos con entrega exprés.
Un súper ciborg no tiene que ser cultivado. Más aún, cuando la humanidad se sabe condenada a la extinción, cuando el sapiens aparece como un neandertal retardado, próximo a desaparecer, la cultura tiende a reducirse a pura distracción: ver series televisivas sobre catástrofes a través de Netflix para no ver el cataclismo que se aproxima…
8. Lo más terrible del incendio de Notre-Dame de París no fue el incendio en sí, sino la toma de conciencia del hecho de que, incluso aunque reparásemos aquel edificio rehaciéndolo idéntico, no nos hallamos ya en la época de los constructores de catedrales. Ha desaparecido irremediablemente. Y para conservar los restos, nos vemos obligados a acudir a ingenieros agnósticos.
Martin Rees, astrónomo de la reina de Inglaterra, presidente de la Royal Society y pensador del transhumanismo, afirma claramente que lo del “a largo plazo” se ha perdido: «En la Edad Media, los constructores de catedrales eran felices construyendo edificios que habrían de durar más que ellos, para disfrute de sus nietos, cuya existencia seria semejante a la suya. Pero creo que no disponemos ya de ese recurso. Pretender dejar hoy una herencia que dure más de cien años es una ambición más presuntuosa que la que pudo haberse dado en nuestros antepasados.
Durar más de cien años es la marca de las grandes obras culturales. Ahora bien, si el recurso no se encuentra ya en el mundo circunstante, ¿en dónde puede subsistir aún la cultura?, ¿en qué suelo que no es solo de tierra?, ¿qué ambiente puede asegurar una continuidad histórica suficiente, en la que los nietos puedan gozar de una vida que sea, en esencia, semejante a la de sus abuelos?
9. Creo que imagináis mi respuesta. La Revelación católica no es una cultura, sino que será, y cada vez más, el lugar en el que las culturas podrán subsistir. En un mundo tecnocrático y que rompe siempre con el pasado, en el que no se habla de otra cosa más que de desmoronamiento, no queda nada más que la Iglesia, en la permanencia milagrosa de su magisterio, para mantener la unidad de la condición humana desde el instante de la expulsión de Edén hasta el descenso de la Jerusalén celestial. Lo de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16-18) significa que, en la Iglesia, a la cultura no se la condena, incluso aunque, a su alrededor, la tierra tiemble y el valle de lágrimas no sea más que un Silicon Valley.
Cuando me hago cristiano, me hago contemporáneo de Moisés, Pablo, Agustín, Tomás de Aquino, Dante, Manzoni, pero también de Sófocles, Aristóteles o Virgilio, que preparan para el Evangelio. Sé que, sustancialmente, las preguntas que plantean Shakespeare o Goldoni son de utilidad todavía para mí. Más aún, creo que Nietzsche y Marx tendrán posteridad solo en la Iglesia, porque el católico seguirá interesándose por sus escritos cuando los partidarios de los algoritmos, el animalismo o el fundamentalismo los haya abandonado. La cultura atea misma no podrá arraigar si no es allí en donde se celebra aún la carne y la palabra, la verdad que brota de la tierra y la justicia que desciende del cielo (Sal 84,12).
No sé si he contribuido a una cultura católica, pero si he tomado parte en un catolicismo que reconoce su misión de salvación para la cultura de hoy, entonces el premio que recibo no se funda sobre un malentendido. Siempre, y cada vez más en el futuro, habrá que responder al «Escucha, Israel», para escuchar todavía a Mozart o leer “En busca del tiempo perdido”…
Se llama Gianni Crea y es el responsable de la apertura diaria, con otros cinco claveros, de las puertas de los Museos Vaticanos.
2.797 llaves. La única no numerada y de la que no hay copias es la de la Capilla Sixtina y la número 401, y más antigua de todas, es la del fabuloso Museo Pío Clementino. Desde las 5,30 de la madrugada abre, con los otros claveros, las puertas de las salas.
Durante toda la semana que ahora acaba hemos estado hablando en clase, en la Universidad de Oviedo, de los manuscritos del mar Muerto, del emplazamiento arqueológico de Khirbet Qumran, de los esenios, del helenismo en Israel, de los macabeos, de las luces de Hanuká, del Santuario del Libro en Jerusalén y de la importante labor realizada por biblistas españoles en los trabajos de investigación de ese hallazgo que la suerte deparó por medio de unos beduinos que andaban buscando una cabra extraviada en los barrancos del desierto de Judá.
Hemos mencionado, naturalmente, la obra compuesta por el maestro Joaquín Rodrigo para tres sopranos, coro de hombres y orquesta, que lleva por título “Himno de los neófitos de Qumrán”. La traducción del Himno, más otros dos que se han añadido, formando así un tríptico, ha estado a cargo de Victoria Kamhi, esposa del músico y conocedora de la lengua y cultura hebreas, ya que procedía de una familia judía de Estambul, ciudad en la que nació en 1902.
El Himno dice así: «Rezaré, día y noche, mi oración de alabanza / en todos los instantes que Adonay ha dispuesto. / Cuando nace la aurora, despertando a la tierra, / cuando relumbra el sol en lo alto del cielo; / cuando enciende sus luces en el ocaso oscuro, / donde Dios nos revela sus tesoros secretos; / cuando las sombras vencen a los rayos del día; / cuando la noche surge con todos sus luceros, / y cuando el blanco albor resplandece de nuevo; / cuando el sol y la luna lucen en altas cumbres / y cuando se recogen en el divino seno». Y vienen después otros siete versos.
El pasado jueves, al salir de clase y dejar atrás el Campus ovetense de Llamaquique y divisar el Auditorio-Palacio de Congresos “Príncipe Felipe”, recordé que el guitarrista Pablo Sáinz-Villegas había interpretado allí, con el acompañamiento de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias, ante los reyes de España, hacía una semana, en la gala musical que tiene lugar la víspera de la entrega de los Premios “Princesa de Asturias”, el “Concierto de Aranjuez” y “Fantasía para un gentilhombre”, de Joaquín Rodrigo, quien, a su vez, recibió el Premio “Príncipe de Asturias de las Artes” en 1996.
A propósito del “Concierto de Aranjuez” decía el maestro Rodrigo, con dificultades en la vista, desde que tenía tres años, a causa de la difteria, que su “visión interior” del real Sitio se la debía a su mujer, de cuando iban a pasar allí algunas tardes: «Ella me describía todo lo que veía, los jardines, las fuentes, el palacio … ¡y yo lo iba viendo todo tan bonito a través de ella!».
Y por Victoria Kamhi sabemos también cómo se dio la trágica circunstancia que propició la redacción final de la obra. Lo cuenta en su autobiografía “De la mano de Joaquín Rodrigo. Historia de nuestra vida”. Fue cuando Vicky tuvo un aborto y perdió la niña que llevaba en sus entrañas. Hubo de permanecer ingresada en una clínica durante varios días.
En aquellas noches de angustia y de preocupación, insomne, Joaquín Rodrigo compuso el “Adagio” del “Concierto de Aranjuez”, «que sonaba por vez primera envuelto en tinieblas. Era una evocación de los días felices de nuestra luna de miel, cuando paseábamos por el parque de Aranjuez, y a la vez era un canto de amor. Y por tal motivo, a partir de entonces la obra se llamaría ‘Concierto de Aranjuez’», escribió Vicky Kamhi en su libro.
Y mientras proseguía mi camino, pensando en estas cosas, al pasar por delante de la redacción del diario “La Nueva España” me sobrevino la idea de ponerlas por escrito para contárselas, además de a mis alumnos de la Universidad de Oviedo, a los amigos lectores de esta tribuna semanal en el periódico, porque me pareció que era una hermosa historia de luz y de amor.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 31 de octubre de 2021, p. 28
Khirbet Qumran
Jardines de Aranjuez
Himno de los neófitos de Qumrán (traducción de Victoria Kamhi y música de Joaquín Rodrigo