Charles de Foucauld en la abadía de Nuestra Señora de las Nieves

Robert Louis Stevenson, autor de La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, realizó, en 1878, un viaje desde Le Monastier-sur-Gazeille hasta Saint-Jean-du-Gard, que discurrió a través de las accidentadas regiones de Francia bañadas por los ríos Loira, Allier, Lot, Chassezac, Tarn, Tarnon, Mimente y Gardon. Tenía veintiocho años.

Dos motivos le impelieron a iniciar ese largo paseo, de casi doscientos cincuenta kilómetros, en el que empleó doce días, del 22 de septiembre al 4 de octubre: por una parte, el regreso a California de Fanny Osbourne, pintora norteamericana de la que estaba locamente enamorado, y, por otra, el deseo de conocer los lugares en los que se produjeron, a partir de 1702, los levantamientos de los camisardos, protestantes de las Cevenas, ante las persecuciones desatadas contra ellos después de la proclamación del Edicto de Fontainebleau. 

Stevenson, que provenía de una familia protestante de Edimburgo, guardaba en su memoria las historias sobre los covenanters de Escocia que el aya Alison Cunningham le había contado durante la infancia. Además, entre sus preferencias literarias figuraba una novela de George Sand, El marqués de Villamar, cuyo enredo discurre en las Cevenas, que Stevenson recorrería en este viaje inolvidable.

Y para ilustrarse sobre lo acaecido en las comunidades protestantes de aquella región de Francia que iba a visitar, portaba en su equipaje Historia de los pastores del desierto. Desde la revocación del Edicto de Nantes hasta la Revolución francesa, 1685-1789, obra en dos volúmenes de Napoléon Peyrat, publicada en 1842, acerca del alzamiento camisardo. 

En Le Monastier-sur-Gazeille, Stevenson compró, por sesenta y cinco francos, más dos copas de brandy, “una diminuta burra, no mucho más grande que un perro, de color ratón, con una mirada bondadosa y una quijada firme. Tenía aquella bribona un cierto aire de pulcritud y alcurnia, de elegancia de cuáquera, que me conquistó en el acto”.

Le impuso el nombre de Modestine. Sobre ella cargó lo que él llamó “producto de mi ingenio”: un saco de dormir. “Una especie de rollo o salchicha, color verde como de cubierta de carreta impermeable por fuera y forrado por dentro con piel de cordero azulada. Espaciosa como maleta, abrigada y seca como lecho”. Es la primera vez que se hace mención en la historia de la literatura de tal receptáculo.

Escribió Jorge Luis Borges: “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson”. Pues bien, con unas dotes extraordinarias de observador, una presencia de ánimo para dormir en bosques o en descampados que sólo se halla en aventureros y exploradores británicos y una fluidez excepcional para referir con suma gracia lo visto, lo gozado o lo padecido, las anotaciones escritas en aquellos días otoñales de 1878 por Stevenson fueron publicadas al año siguiente con el título Viajes con una burra por las Cevenas. La tinerfeña editorial Baile del Sol ha sacado a la venta una traducción del libro en la colección “Dando pata”.

El 26 de septiembre, Stevenson se dirigió a la trapa de Notre Dame des Neiges, en Ardèche. El edificio en el que se alojó el viandante escocés no existe actualmente. Un incendio lo redujo a escombros y cenizas en 1912.

Fue el monasterio en el que ingresó Charles de Foucauld después de su conversión 1886. El 26 de enero de 1890, tomó el hábito y adoptó el nombre de Marie-Albéric. Allí celebró, el 10 de junio de 1901, su primera Misa. Aún siguen en la actual abadía algunas de sus pertenencias: el cáliz, la patena, la casulla, el alba, el estuche con los corporales, el maletín de viaje, el catalejo que usó en Marruecos, el alfiler de la corbata, el cinturón, el paraguas, cartas, dibujos y un medallón. La nueva iglesia fue consagrada en 1921.

En el monasterio estuvo refugiado Robert Schuman, padre de Europa y primer presidente del Parlamento Europeo. En 1942, los alemanes trataron de aprehenderlo, pero logró llegar al cenobio y permanecer en él clandestinamente con el nombre de Robert Durenne.

He aquí las fotografías que tomé, cuando pasé allí la Nochebuena y Navidad de 2016, de las pertenencias y recuerdos que se conservan en la abadía de Notre Dame des Neiges, que los monjes cistercienses, que no llegan a diez, abandonarán en septiembre de 2022:

La abadía de Notre Dame des Neiges

Maqueta de cómo era la abadía cuando vivió Charles de Foucauld en ella

Capilla dedicada a Charles de Foucauld en el jardín de la abadía

Cáliz y patena de Charles de Foucauld

Casulla y alba de Charles de Foucauld

Estuche para los corporales de Charles de Foucauld

Expositor con objetos pertenecientes a Charles de Foucauld

Alfiler de la corbata, paraguas y medallón de Charles de Foucauld

Catalejo que Charles de Foucauld utilizó en Marruecos

El maletín de viaje de Charles de Foucauld

Dibujo realizado por Charles de Foucauld

Dibujo realizado por Charles de Foucauld

Dibujo realizado por Charles de Foucauld

Varios motivos ilustrativos de episodios de la vida de Charles de Foucauld realizados artesanalmente:

Charles de Foucauld: Lexicógrafo

Uno de los secretos que el sacerdote Henri Huvelin (1830-1910) se llevó a la tumba fue el del contenido de algunas de sus conversaciones con Émile Littré (1801-1881), el autor del “Dictionnaire de la langue française”, al que Huvelin había ido a ver, en 1878, para hacerle una consulta, «de historiador a historiador», acerca de cierto tema en el que se hallaba interesado.

Littré, que era de procedencia familiar protestante, pero alejado de las prácticas religiosas, positivista y miembro de la Logia del Gran Oriente, enfermó en 1880 y su mujer, católica, quiso que, antes de morir, hablase con un sacerdote. Pensó, entre otros, en Huvelin. Y, habiéndose puesto en contacto con él, le rogó que fuera a su casa para que tratase con su marido de los asuntos que atañen al final de una vida. Fue.

Desde entonces, el sacerdote visitaba frecuentemente el hogar de los Littré y, en aquellos encuentros, Émile iba abriéndose y mostrando, poco a poco, las interioridades de su alma a aquel interlocutor sabio, prudente, comprensivo, profundo y cercano que Dios había puesto en su camino, hasta el punto de que llegó a considerar la posibilidad de recibir el bautismo. Y así tuvo lugar la singular “conversión” del autor del “Diccionario de la lengua francesa”.

No sería la única que se produjo bajo la guía de Henri Huvelin. Pero, de todas, la más famosa fue la de Charles de Foucauld (1858-1916). En la iglesia parisina de Saint-Augustin hay una placa, en una capilla lateral, junto a un confesonario, en la que se recuerda que, allí, en octubre de 1886, confesándose con l´abbé Huvelin, se convirtió Foucauld.

Charles de Foucauld, que hoy, domingo 15 de mayo, será canonizado en Roma por el Papa Francisco, acudió a la iglesia para charlar acerca de la fe católica. Y se dirigió al confesonario en el que estaba sentado Huvelin, quien, en vez de entrar en dialécticas de nunca acabar, le sugirió que se confesase. Foucauld dijo que no era creyente. Huvelin insistió. Foucauld se resignó. Y se confesó.

Y a continuación recibió la comunión. En ese mismo instante, una paz luminosa, suave y transformadora inundó su alma. «Desde aquel día, mi vida no ha sido otra cosa que un encadenamiento de bendiciones… de gracias siempre crecientes, … una marea que sube y sube constantemente», escribió más tarde.

Anduvo luego por monasterios, viajó a Tierra Santa, fue ordenado sacerdote, marchó a Argelia, se instaló en Béni Abbès, primero, y en Tamanrasset, después. Y, estando entre las gentes del desierto, acopió vocablos locales, los tradujo, los ordenó y compuso, sin llegar a verlo impreso, su “Dictionnaire touareg-français. Dialecte de l’Ahaggar».

Es impresionante. Son dos mil veintiocho hojas manuscritas, que L’Harmattan publicó, en 2005, en segunda edición, en cuatro volúmenes. La letra es pequeña, clara, bien trazada y maravillosamente alineada. Y así en los dos mil folios. Con dibujos, tablas, mapas y gráficos. Y tachaduras. Al verlas he recordado aquello que dijo Eduardo Galeano acerca de las enmiendas literarias: «Por Juan Rulfo aprendí que también se escribe con la otra punta del lápiz, la de la goma de borrar».

Tengo los cuatro volúmenes y creo que nunca me he sentido tan perdido en el manejo de una obra como lo estoy con ésta cuando trato de adentrarme en ella. Las raíces, las flexiones, las acepciones, el orden del alfabeto, las glosas, las referencias y las ilustraciones sólo las entenderán las personas familiarizadas con el dialecto de l’Ahaggar y otros afines.

En el prólogo de la primera edición, de 1951, André Basset la aclamó como superior a todas las anteriores existentes en el universo lingüístico tuareg y bereber, aun con las posibles discrepancias a que hubiere lugar. Lo cierto es que este tipo de trabajos no se pasan nunca. Siempre habrá que recurrir a ellos.

Foucauld recopiló también poemas y textos en prosa transmitidos oralmente entre los nómadas y moradores del desierto. Y labores como la suya, no solo contribuyen a un mayor y más completo conocimiento de las lenguas y de las costumbres de los pueblos de la tierra, y de otras realidades humanas, sino que muestran de modo irrefragable el valioso servicio que los santos ofrecen a la sociedad en los diversos ámbitos del saber, y, en el caso concreto de san Carlos de Foucauld, los de la lexicografía, la lingüística, la literatura, la geografía, la historia y la etnografía.

Jorge J. Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 15 de mayo de 2022, p. 26

La firma de Foucauld

La letra de Foucauld

Las tachaduras

Lugar en el que se confesó y convirtió Charles de Foucauld

Si existes …

Charles de Foucauld murió en Tamanrasset, Argelia, a causa del disparo que un miembro del grupo senusista que lo había aprehendido le descerrajó en la cabeza. Fue el 1 de diciembre de 1916. Han transcurrido cien años desde entonces y el halo de luz que circunda esa gran figura del cristianismo no deja de dilatarse y de suscitar inmediata fascinación en quien se detiene, aunque no sea nada más que un instante, en conocer alguna de las etapas que jalonan su extraordinario periplo vital y espiritual.

De Foucauld nació, el 15 de septiembre de 1858, en Estrasburgo. Quedó huérfano de padre y madre siendo aún muy niño, por lo que tuvo que irse a vivir con un abuelo, al que profesaba un cariño enorme. Su familia era aristocrática y profundamente religiosa, pero la fe iría apagándose en Charles hasta desaparecer por completo. Cuando cumplió dieciocho años no creía absolutamente en nada.

Ingresó en la Escuela Especial Militar de Saint-Cyr, de la que egresó como oficial. Fue destinado a Argelia. Comedor, bebedor, jugador, lujurioso e indisciplinado. Así era el vizconde De Foucauld. Acabaron expulsándolo del ejército. Después lo readmitieron. Más tarde lo dejó él por su propia cuenta. En fin, un bala. Sin embargo, en ese período norteafricano, el indómito militar se hallaba inerme ante los sutiles e irrompibles lazos con los que el desierto ciñe para siempre a quien ha gustado de su telúrica soledad, los maravillosos atardeceres, los parajes lunares, la percepción de vaporosos espejismos, el disperso e ilimitado arboreto de palmeras, acacias y arbustos espinosos, el dulce sopor del mediodía, el paso solemne de las caravanas, la inmensidad del océano de arena y la infinitud del cielo estrellado.

El desierto, que, siglos antes de Cristo, era, según el profeta Oseas, un lugar para la seducción y el amor (“la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”), exhala un lirismo que perciben, con particular sensibilidad, los franceses y los ingleses: Antoine de Saint-Exupéry, Michel Vieuchange, Richard Francis Burton o Thomas Edward Lawrence, por poner algunos ejemplos significativos. Y, por supuesto, Charles de Foucauld, quien, con veinticuatro años de edad, realizó un viaje de exploración por territorios, incógnitos para los europeos, de Marruecos, haciéndose pasar por rabino judío.

Esas incursiones son sumamente duras. El expedicionario sufre lo indecible: hay ocasiones en las que no se dispone de cabalgaduras, los pies se despellejan de caminar sobre guijarros cortantes, las rodillas duelen y tiemblan como las de un caballo enfermo de infosura, la piel se paspa por el calor sofocante del día y el frío glacial de la noche, la sed es terrible, se come cualquier cosa, los piojos constituyen una compañía ineludible desde la primera pernoctación, los episodios de supervivencia, sorteando salteadores y captores, acaecen constantemente, y sobre el rumí (cristiano) que huella territorios inviolados se ciernen, además, amenazas de índole religiosa. 

Sin embargo, Charles de Foucauld se sintió cautivado, no sólo por la extraña hermosura del desierto, sino también por la fe vigorosa de los musulmanes, de modo que, cuando regresó a París, la búsqueda de Dios se hizo acuciante en él. Los coloquios con su prima Marie de Bondy, la relectura de Élévations à Dieu sur tous les mystères de la religion chrétienne, de Jacques Bénigne Bossuet, y la guía espiritual del sacerdote Henri Huvelin, lo condujeron finalmente a la paz inefable que experimentó cuando recibió la sagrada comunión en la iglesia de San Agustín de París. Allí sigue aún el confesonario en el que su vida dio un vuelco total. Se había cumplido el deseo hecho súplica: “Si existes, haz que te conozca”.

Charles de Foucauld escribiría más tarde: “Tan pronto como creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para él”. Anduvo por los monasterios de Fontgombault, Solesmes y Soligny-La-Trappe, y se decidió, al fin, por la trapa de Nuestra Señora de las Nieves, en Ardèche, en la que ingresó; se trasladó, después, a su filial en Siria, Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Cheikhlé; luego, pasó a la de Nuestra Señora de Staouëli, en Argelia.

Sus superiores lo enviaron a Roma con el fin de que se preparase para el sacerdocio. Pero el abad general veía que la trapa no era lo de Charles. Y le concedió permiso para que prosiguiera, fuera de la obediencia cisterciense, la búsqueda de su verdadero camino de realización espiritual. Fue a Tierra Santa. Y allí sí, allí fraguó su plan de vida cristiana, que no era otro que el de imitar a Jesús de Nazaret, pobre y humilde, siendo el último a los ojos del mundo.

Fue ordenado sacerdote, el 9 de junio de 1901, en la diócesis francesa de Viviers. A continuación se marchó a Béni Abbès, en Argelia, en donde levantó su primer eremitorio. En 1905 se instaló en Tamanrasset, entre los tuaregs. Su vida se regía por la austeridad extrema, la oración constante, la hospitalidad ilimitada, la caridad ardorosa y la abyección de sí mismo. Y todo ello para ser esencialmente hermano universal.

El cierzo impetuoso habría borrado cualquier rastro de Charles de Foucauld en las inabarcables extensiones del Sáhara si, con la vocación religiosa, se hubiese anegado la fructífera pujanza literaria que pugnaba en su interior por derramarse, ya desde su adolescencia, en la incitadora lámina de un papel. Pero no fue así, sino todo lo contrario. Dejó cientos de cuartillas y folios escritos: diarios, anotaciones, carnés de viajes, meditaciones, cartas y reglas de vida. En el libro Reconnaissance au Maroc, 1883-1884, en el que refiere sus andanzas por Marruecos, dice de sí mismo, según la versión española de la obra: “Durante la marcha, tenía incesantemente un cuaderno de cinco centímetros cuadrados oculto en el hueco de la mano izquierda; con un lápiz de dos centímetros de largo que no abandonaba la otra mano, consignaba lo que de notable presentaba el camino”. No importaba que éste fuera accidentado o dificultoso. Tomaba notas todo el tiempo. Luego, en el silencio de la noche, las ordenaba cuidadosamente en otro cuaderno. Y así a lo largo de su vida.

Le gustaban las palabras. Recogía vocablos de los tuaregs, que después agrupaba y traducía. El resultado de ese trabajo de recopilación salió a la luz, tras su muerte, en forma de diccionario tuareg-francés. Y eso lo hacía también con poesías y textos en prosa bereberes. Sus apuntes filológicos poseen gran valor lingüístico y etnológico. Y es que, entre los incontables beneficios de la santidad, hay que registrar también el del servicio a los demás por medio de sustanciosas aportaciones científicas.

Tenía siempre a mano a Aristófanes, el Corán, Juan Crisóstomo, Teresa de Jesús y la Biblia. Fue, en su juventud, un dilapidador, pero la lectura de los clásicos grecolatinos y franceses impidió que el harmatán de la desesperanza agostara su espíritu sensible, libre y audaz. Y habiendo sido un gran descriptor de regiones inexploradas del Norte de África, lo fue aún mejor de aquellas otras que existen dentro de cada persona, en su alma, igualmente inexploradas, a las que Charles de Foucauld también viajó y describió con su cálamo de precisión, fluidez y hondura, a la luz del Amor. Fue beatificado el 13 de noviembre de 2005.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 11 de diciembre de 2016

De maestro a doctor

Uno de los criterios por los que se rige la Santa Sede para declarar doctor a un hijo de la Iglesia es el de la eminencia en la doctrina. Mas quienes hayan ejercido como teólogos censores en procesos ordinarios de canonización habrán podido comprobar que, en numerosas ocasiones, en las expresiones orales o escritas de los siervos de Dios sometidos a examen, no sólo no se contienen errores dogmáticos, sino que dan muestras de haber adquirido un conocimiento de las realidades trascendentes por una vía que es igualmente sobrenatural, máxime si se trata de santos pastores, a quienes por naturaleza corresponde ser maestros de la fe además de modelos de vida cristiana: “fortaleciendo a tu Iglesia con el ejemplo de su vida, instruyéndola con su palabra”, se rezará, si son elevados a los altares, en el prefacio de su fiesta.

Un plus teologal

Se requiere, por tanto, un plus para ser declarado doctor. Hay actualmente treinta y tres. De éstos, veinticinco son padres de la Iglesia o autores medievales. El importante papel que unos y otros han desempeñado en la historia de la teología y de la espiritualidad cristianas es universalmente reconocido. Es más, cabría aun agregar nuevos nombres, como, por ejemplo, el de Ireneo de Lyon, o el de alguna de las grandes figuras eclesiales que, por haber contribuido de manera eximia a una mejor comprensión de los misterios de la fe, han sido sucesivamente destacadas por Benedicto XVI en las catequesis de los miércoles. Los ocho restantes han vivido en el período comprendido entre los siglos XVI y XIX: Teresa de Jesús, Pedro Canisio, Roberto Belarmino, Juan de la Cruz, Lorenzo de Brindis, Francisco de Sales, Alfonso María de Ligorio y Teresa del Niño Jesús. La proclamación de esta última manifiesta bien a las claras que el plus requerido no es de orden académico, sino teologal.

Aclamado como Maestro

Dos papas, dieciocho obispos, ocho presbíteros, un diácono, un abad y tres vírgenes constituyen la nómina de doctores de la Iglesia. Si se adujese en pro del doctorado de Juan de Ávila el hecho de que falta un presbítero secular en el elenco –el que más se aproxima es Jerónimo, pues los siete restantes son religiosos-, podría dar la impresión de que se opera con categorías de cuota. Y mejor que no sea así. Pero, en el caso del Maestro Ávila, lo de secular no es accidental, sino esencial. Y la designación de Maestro, indicativa. En efecto, no se tiene noticia de presbítero alguno al que se haya adjudicado semejante título por parte del clero de toda una nación y proclamado con ardor durante más de cuatrocientos años; clero que, movido únicamente por su admiración hacia tan venerable personalidad y luminoso magisterio, ha trabajado denodadamente en favor, primero, de su beatificación; después, de su canonización; ahora, de su doctorado.

Ser sacerdote

¿Qué es lo que el clero español –y también el hispanoamericano- ha captado de eminente en la vida y en los escritos del Maestro Ávila? Que ser sacerdote lo es todo. Sacerdote. Sólo sacerdote. Nada más que sacerdote. Y este fenómeno merece el reconocimiento de la Iglesia. En un período de la historia en el que cada vez es más frecuente oír que los tenidos por estados perfectos de vida cristiana excluyen en principio el sacerdocio ordenado, justificando así el nacimiento de institutos de toda índole, que son expresión de corrientes coyunturales de espiritualidad, en los que el presbiterado sobreviene posteriormente según conveniencia, la voz de Juan de Ávila se alza desde hace siglos, coreada por todos los presbiterios diocesanos de lengua española, para proclamar que el sacerdocio es, junto con el matrimonio, un estado de vida santificado por la gracia sacramental, que pertenece a la naturaleza de la Iglesia y que es insustituible, ya que, por medio de él, Jesucristo sigue ofreciéndose al Padre, se unen lo divino y lo humano, son perdonados los pecados y se crea la Iglesia: ¿cabe, por todo ello, proponer, en un año dedicado al sacerdocio, doctrina más eminente?

Jorge Juan Fernández Sangrador

Pliego “San Juan de Ávila. Razones para un doctorado”, en Revista “Vida Nueva”, 26 de septiembre al 2 de octubre de 2009 (número 2676) p. 30.

Las Hurdes

Los reyes de España visitarán, dentro de unos días, algunos de los lugares en los que estuvo el rey Alfonso XIII durante su famoso viaje por Las Hurdes, que comenzó en la tarde del 20 de junio de 1922 con la compañía del obispo de Coria, del ministro de la Gobernación y de otras autoridades.

Se dice que el monarca se sintió impelido a visitar esa región de España después de haber conocido un informe elaborado por Gregorio Marañón, en el que se enumeraban los tipos de enfermedades que aquejaban a sus pobladores a causa de la falta de medicinas y de prestaciones médicas y asistenciales. El doctor Marañón formó parte también de la comitiva real de 1922.

En realidad, fueron eclesiásticos quienes alzaron la voz para llamar la atención acerca la situación de pobreza en la que se hallaban las alquerías hurdanas. Destacan, de entre ellos, el obispo de Plasencia, Francisco Jarrín y Moro (1843-1912), «celosísimo protector de Las Jurdes», y el deán de la catedral de Plasencia y después de la de Toledo, José Polo Benito (1879-1936).

El deán Polo Benito fue director de la revista “Las Hurdes”, organizó el primer “Congreso Nacional de Hurdanos y Hurdanófilos”, publicó “El Hogar Jurdano”, “Crónica del Congreso Nacional a favor de Las Jurdes”, “Las Hurdes y la Esperanza de Las Hurdes” y otros escritos en los que proponía ideas y soluciones de carácter social para la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de aquellas tierras.

De ahí el que el canónigo José Polo Benito sea considerado como el verdadero promotor de la memorable visita real. Con todo, fue vilmente asesinado, en 1936, en Toledo, por «odio a la fe». Setenta años después, Benedicto XVI lo proclamó beato, junto a otros casi quinientos mártires durante la persecución religiosa en España, en una ceremonia que tuvo lugar, en 2007, en Roma.

En el archivo fotográfico que se custodia en el Centro de Documentación de Las Hurdes se puede apreciar la presencia de la Iglesia, desde siempre, en aquellos pueblos, ya que hay muchísimas fotos en las que aparecen, en medio de su gente, los sacerdotes.

A día de hoy la Iglesia sigue haciéndose presente en Las Hurdes a través de las comunidades parroquiales, con sus pastores, y de diferentes obras sociales: Cáritas; o la “Casa de la Misericordia”, de los Esclavos de María y de los Pobres, en Pinofranqueado; o el “Cottolengo del Padre Alegre”, atendido por las Hermanas Servidoras de Jesús, en La Fragosa.

Para recorrer en coche la ruta que hizo Alfonso XIII hay que ir a Casar de Palomero y desde aquí seguir por Azabal, Pinofranqueado, Mesegal, Cambroncino, Vegas de Coria, Rubiaco, Nuñomoral, Cerezal, Martilandrán, La Fragosa, El Gasco, Asegur, Las Heras, Casares de Las Hurdes, Carabusino, Riomalo de Arriba, Ladrillar, Cabezo y Las Mestas. Si se quiere realizar el viaje del rey en su totalidad, se debe llegar entonces hasta La Alberca, que es en donde concluyó, fuera ya de Las Hurdes.

En algunos pueblos hay un monolito que indica que por esa población pasó Alfonso XIII. Aunque de todos los sitios que componen el itinerario regio, tal vez sea en el valle del río Malvedillo, entre Nuñomoral y El Gasco, en donde el viajero pueda darse una idea exacta de cómo eran las vías de comunicación entre los núcleos de población hurdanos en 1922. 

De las visiones que más deleitarán al aventurero que emprenda la ruta real, para rememorarla, en estos días de primavera, serán las de las sonrientes jaras, que alegran el paisaje con sus flores, revistiéndolo de tal belleza que no es menor que la del valle del Jerte en el período de floración de los cerezos.

Y, además, cuántos vocablos nuevos se van aprendiendo durante el viaje, no empleados en las regiones hiperbóreas: “moheda”, “alquería”, “guijo”, “ahulaga” o “volvedero”.

Aunque es preciso decir que el firmante de esta columna periodística, que es natural de Cangas de Onís, en el Oriente de Asturias, y que es, por tanto, “jiyu” (hijo) para sus mayores, que come “jabes” (habas) al mediodía, debe coger con cuidado un “jachu” (hacha) y reza a “san Antoniu benditu”, se ha encontrado con que la lengua de su infancia, en la confluencia de los ríos astures Güeña y Sella, es la misma que se habla en Jurdes. Y también en Tierras de Granadilla.

Allí se pueden oír voces que son comunes a las que se emplean en la septentrional y primera capital de España: “jornu”, “jierve”, “jartu”, “jigu”, “jacer”, “jartón”, “jocicú”, “jolgazán”, “jormiga”, “jozar”, “ríu”, “tou” o “Cristu benditu”. Y esto hace que un cangués se sienta en Las Hurdes como en su propia casa, a lo que contribuyen, en no menor medida, la amabilidad de sus habitantes y no pocos elementos etnográficos, arquitectónicos, orográficos y fluviales, idénticos a los existentes en Asturias.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 8 de mayo de 2022, p. 44

Campanario, exento, con una fuente y un rosal, de la iglesia de Casares de Las Hurdes

Belleza, kerigma y catequesis

Entrevista en la Hoja Diocesana de Plasencia

Publicada el 1 de mayo de 2022

Jorge Juan Fernández Sangrador (Cangas de Onís, 1958) es, en la diócesis de Oviedo, vicario general, canónigo de la Catedral y profesor del Seminario Metropolitano. En la Universidad de Oviedo es rector de la Capilla universitaria y profesor en la Facultad de Formación del Profesorado y Educación. Publica semanalmente un artículo de opinión sobre «Cultura y Religión» en el diario «La Nueva España» (Grupo «Prensa Ibérica») y ha sido galardonado con el Premio de Periodismo “Ángel Herrera Oria” 2020. Es Miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua.

Ante la gran exposición que está a punto de ser inaugurada con el título “Transitus” en la catedral de Plasencia, el sacerdote asturiano ha sido invitado por el Instituto «San Fulgencio» de Estudios Teológicos-Pastorales, para que, a través de  la Cátedra «San Juan Pablo II» y de la Formación Permanente del Clero, hable en ambos foros sobre “Via pulchritudinis”, el camino de la belleza en la vida de la Iglesia y en la de las personas que sienten en su interior un anhelo de elevación existencial, de trascendencia y de encuentro, en definitiva, con Dios.

En el camino de acceso a fe, ¿qué relación existe entre la Verdad, la Belleza y la Bondad?

Comparto lo que dijo, en 1970, Alexander Solzhenitsyn cuando recogió el Premio Nobel de Literatura. La idea era más o menos ésta: si del árbol del ser se van desmochando las ramas de lo Verdadero (verum) y lo Bueno (bonum), quedando podadas y cercenadas, como parece que está sucediendo, habrá de ser la de lo Bello (pulchrum) la que actúe en nombre de las tres. De ahí el que el camino de la Belleza, «via pulchritudinis», sea el que se muestre como el más adecuado hoy para llegar a apreciar el esplendor de la Verdad y la fuerza de la Bondad, y para encontrarse con Cristo, pues Él es la Verdad, Luz del Mundo, Amor que da la Vida y Maestro de Bondad.

La belleza ¿conduce al encuentro con Dios?

A Dios se puede llegar por la belleza, pues Él es Suma Belleza. No obstante, hay muchas personas que viven inmersas en un entorno de extraordinaria belleza y no son creyentes, porque el encuentro con Dios es, ante todo, obra de su gracia. Pero la belleza nos dispone siempre internamente para ese encuentro, porque eleva el espíritu a niveles que se alzan por encima de lo inmediato, lo tangible y lo útil, creándose así las circunstancias que se han de dar para acoger el don de su Presencia.

El encuentro con Dios tiene lugar principalmente por medio de Jesucristo, mientras que el acercamiento a Él por la belleza, ¿no resulta impersonal?

El escritor ruso Fiódor Dostoyevski puso en boca de uno de los personajes de su novela “El idiota” la sentencia que se ha hecho famosa: «La belleza salvará el mundo». Y luego la pregunta: «¿Qué clase de belleza será la que salve al mundo?». La respuesta se halla en el Evangelio: será la belleza de Cristo, la del “pastor bello” (kalós), como dice san Juan (10,11), la del que quedó humanamente desfigurado por la Pasión, pero manifestó antes su gloria en la Transfiguración, y al tercer día después de morir resucitó. No, no será el esteticismo impersonal lo que nos salve, sino Cristo, icono perfecto de la Belleza de Dios Uno y Trino.

¿En qué medida puede ser la exposición “Transitus” de las Edades del Hombre un cauce de evangelización?

En primer lugar, porque en ella se mostrará la belleza de la Iglesia. Hace unos meses, el Papa le dijo a la comunidad del Pontificio Seminario Lombardo de Roma: «Os invito a pedirle a Dios que soñéis con la belleza de la Iglesia. ¡La Iglesia es bella!». Lo es sobre todo por la caridad, que es epifanía en ella del Amor de Dios. Pero también por el arte. Los visitantes de “Transitus” se preguntarán: ¿Qué fe es ésta que crea tanta belleza? La exposición de Plasencia será puro kerigma. En segundo lugar, por el relato que la acompaña, no menos importante que las piezas que se exhiben. Será una catequesis perfecta. Y en tercer lugar, porque, al finalizar la visita, el “peregrino” que deambule por el espacio sagrado de la catedral saldrá de ella con paz, con una vivencia sobrenatural originada por la contemplación de las obras de arte y con un recuerdo “deuteronómico”, es decir, grato y agradecido. En conclusión, regresará a su vida cotidiana transfigurado por lo que ha visto, oído y leído en Plasencia.

¿Qué otros medios están al alcance de la diócesis o de las parroquias para llevar a cabo la misión de evangelizar siguiendo el camino de la belleza?

Si no existen centros culturales católicos, tanto a nivel diocesano como parroquial, hay que erigirlos. En ellos se estimulará la creatividad, se organizarán ciclos de conferencias y exposiciones, se publicarán libros y materiales que ayuden a conocer e interpretar correctamente el arte cristiano, se invitará a los representantes de corrientes culturales actuales, a escritores, arquitectos, músicos, cantantes, pintores, bailarines, cineastas, escultores, diseñadores, orfebres o ceramistas, para que hablen de sus ideas, propuestas o trabajos; y se organizarán encuentros de la modalidad “atrio de los gentiles”. En fin, actividades que serán de gran interés para quienes participen en ellas y que conferirán prestigio a la diócesis y a las parroquias ante la sociedad en general.

La exposición «Transitus»

El beato Frédéric Ozanam (1813-1854), profesor en la Universidad de la Sorbona, decía que había que crear cátedras al margen de las del Estado, para que, en ellas, los pensadores católicos pudiesen exponer libremente sus ideas acerca de los asuntos en los que la clase política tratara de dirigir a la sociedad y a la opinión pública por derroteros que no fuesen los de la antropología cristiana ni los de la doctrina social de la Iglesia.

En la diócesis de Plasencia existe, como componente de la estructura académica del Instituto “San Fulgencio” de Estudios Teológicos-Pastorales, una cátedra que lleva el nombre de san Juan Pablo II, a la que son invitados especialistas en las múltiples áreas en las que se anastomizan fe cristiana y cultura, para que diserten sobre cuestiones que, aunque coyunturales, sean de máxima relevancia, por sus implicaciones, para la Iglesia, para su ser, su misión y su estar en el mundo.

Deseo expresar, en esta tribuna del periódico, mi agradecimiento a los órganos directivos de la diócesis y del Instituto “San Fulgencio” por haberme distinguido con el honor de ser el primero en dictar una conferencia, en este caso sobre el estrado de la mencionada cátedra, dentro de la serie de las que van a tener lugar en los próximos meses en la Perla del Jerte como complementación de la magna exposición que pronto será inaugurada en la catedral placentina.

El título de la muestra será “Transitus” y figurará como la vigésima sexta en la secuencia de las organizadas por la benemérita Fundación “Las Edades del Hombre”. El de la conferencia fue “Ver y creer. El camino de la belleza” y ha fungido de pórtico al infinito horizonte de la fe y de la belleza que se abrirá ante la sociedad española con la apertura de las puertas de la catedral de Plasencia y la exhibición, en ella, de significativas obras de arte religioso y de espiritualidad cristiana.

En “Hipias mayor”, diálogo atribuido tradicionalmente a Platón, el coloquio entre Sócrates e Hipias finaliza con estas palabras que pronuncia, sentencioso, el primero: «Lo bello es difícil». Cierto. Sobre todo si hemos de formular nuestra propia definición de belleza. Aunque, si lo lográsemos, nunca sería tan breve en palabras y extensa en sentido como la que nos regaló el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, para quien la belleza era «la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien, y su indisociable unión».

En las exposiciones de “Las Edades del Hombre”, el visitante se siente dispensado de la tarea de andar buscando términos definitorios porque es la belleza misma la que le sale al encuentro, abrazándolo y elevándolo, en la envolvente belleza del templo, de las imágenes, de los dibujos, de la música, del relato, de la disposición de las piezas artísticas y de la idea rectora del conjunto. Solo hay que dejarse llevar, en estado de continuo embelesamiento, por el itinerario trazado, y anteriormente muy meditado, para que, por la belleza visible, se vislumbre la del Invisible.

Belleza, la que allí resplandece, que es antigua y nueva, y simbólica, porque es unitiva. “Simbólico” viene del griego “symballein”, que tiene, entre otros significados, el de “reunir”. Y se dice de la belleza que es simbólica cuando consigue juntarse con sus dos hermanas, la verdad y la bondad, confiriéndoles a éstas una claridad que las hace atrayentes, deseables y amables.

Y esa belleza que luce en las iglesias, en las imágenes y en las tablas con representaciones sagradas, es una vía, una senda, por la que se puede llegar, conducidos por la gracia, al encuentro personal con Dios, Suma Belleza, que ha revelado su Hermosura en la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, segunda persona de la Santísima Trinidad e hijo de María, “tota pulchra”. Y fue Él quien nos enseñó, en el Sermón de la Montaña, que también nuestra vida será luminosa a los ojos de los demás cuando las obras que hagamos sean “kala erga”, es decir, bellas, por su autenticidad, simplicidad, coherencia, esplendidez, verdad y bondad.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 1 de mayo de 2022, p. 22

Preámbulo de «Transitus»: Conferencia de introducción a las «Edades del Hombre» en Plasencia

Primeros libros impresos de Italia

En un monasterio había de ser. En este caso el de Subiaco, levantado sobre las estructuras arquitectónicas del tiempo de san Benito.

Allí fueron impresos por dos clérigos alemanes (Arnold Pannartz y Konrad Scheynheym) los primeros libros de Italia:

«Donatus pro puerulis» (una gramática para niños, que se perdió), «De oratore», de Cicerón (año 1464), «De divinis institutionibus adversus gentes», de Lactancio (año 1465) y «De Civitate Dei», de san Agustín (año 1467).

De modo que también en Italia, al igual que en España, los primeros libros impresos se debieron a la Iglesia, promotora inigualable de la cultura libraria.