En los seminarios españoles de la década de los 70 del siglo pasado se leían, para ejercitación intelectual y edificación espiritual, dos libros del teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer (1906-1945): “Vida en comunidad” y “Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio”. Y era porque se consideraba que ambos representaban, respectivamente, como ningún otro de los que se hallaban al alcance, las dos categorías principales por las que se reglaba la formación sacerdotal de entonces: “comunidad” y “profecía”.
Ahora, quienes hace cincuenta años abrían estas obras sin conocer adecuadamente el contexto en el que fueron escritas disfrutarán leyendo la biografía que acaba de publicar Editorial Trotta: “Extraña gloria. Vida de Dietrich Bonhoeffer”. El autor es Charles Marsch, profesor en la Universidad de Virginia. Con notas, índices y bibliografía ronda las 560 páginas.
La obra causa desazón, porque, al igual que la de Stefan Zweig, describe “el mundo de ayer” de la teología cristiana, la cual ha dejado de existir en el grado de excelencia que alcanzó en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX en Europa. Y de ahí el que relatos biográficos como el de Marsch cumplan el necesario cometido de mantener vivo el recuerdo de aquellos que se consagraron por entero a pensar la fe, la gracia, la creación, el pecado, la redención, la comunidad, la historia o la vida eterna, y a hacerlo con el rigor y la pasión que estas realidades intrínsecamente afectas al ser humano requieren; a pensar, en definitiva, el misterio de Dios, uno y trino, y la posibilidad de su comunicación con el hombre.
Dietrich Bonhoeffer jugaba con su hermana gemela, Sabine, cuando eran pequeños, a imaginarse cómo sería la eternidad, en alemán “Ewigkeit”, vocablo que a él le sonaba “portentonso”. Al cumplir trece años anunció su intención de hacerse teólogo. Su padre, neurólogo y psiquiatra, era escéptico respecto a la religión, pero consideraba que ésta podría serle útil a la gente a la hora de organizar sus vidas y mantener a raya el caos, si bien existían métodos más eficaces. Su madre, en cambio, lo inició en los ritos del luteranismo y le inculcó una piedad amable y alegre, aunque exigente en el cumplimiento del deber.
Para sus hermanos mayores, la religión constituía una evasión de la realidad, un obstáculo para alcanzar la igualdad social y una distracción que impedía el avance de los derechos humanos. “Mira la Iglesia”, le decían. “No cabe imaginar una institución más insignificante”. A lo que Dietrich respondía: “Si es así, ¡yo la reformaré!”. A los quince años, firmaba aponiendo el título de “teólogo” a su nombre y apellido.
En la Universidad Friedrich-Wilhelm de Berlín conoció a tres grandes figuras del protestantismo liberal: Adolf von Harnack, Karl Holl y Reinhold Seeberg. El primero de ellos, Harnack, fue determinante en la formación de Bonhoeffer, por su meticulosidad en la lectura crítica de las fuentes escritas del cristianismo, que rastreaba infatigable con la pretensión de identificar la esencia, el núcleo, el grano sin la paja del mensaje evangélico. Pero también conoció, estando en la Universidad, la obra de un teólogo contemporáneo, que había dejado Berlín para ir a Safenwil, en Suiza, y ejercer allí como pastor: Karl Barth, para el que ni la literatura ni la filosofía lograban responder adecuadamente a las preguntas del hombre de la calle, mientras que los personajes e historias de la Biblia, en cambio, palpitaban con vida propia y le hablaban, desde la lejanía de los siglos, de Dios, trascendente y totalmente Otro.
Bonhoeffer logró unificar en una síntesis admirable ambos sistemas, formalmente contrapuestos, al introducir la dimensión relacional y dialogal: el conocimiento de Dios comienza con un encuentro personal con Aquel que es el “enigmático e impenetrable Tú”. Sin embargo, su disertación para el doctorado no la elaboró con ninguno de los dos, sino con Reinhold Seeberg, sobre la comunión de los santos. Se trataba de un estudio, desde la teología, de la “socialidad” de la Iglesia, en el que abordaba incipientemente los temas que preponderarían en sus trabajos posteriores: Cristo, comunidad y concreción.
La vida de Bonhoeffer discurrió, en su primera juventud, de una manera alegre, desenfadada y consumista, haciendo viajes por Italia, Norte de África, España, Estados Unidos e Inglaterra. Pero con el advenimiento de Hitler y la sumisión de miembros del luteranismo al nazismo, Bonhoeffer se sintió llamado a servir con todas sus fuerzas a la verdad y a la libertad del Evangelio, hasta concluir sus días en un campo de Flossenbürg.
El anhelo de eternidad lo había llevado a dedicarse en cuerpo y alma a la teología. Y ésta lo fue preparando internamente para acometer con decisión, aun a riesgo de equivocarse en sus elecciones, las exigencias que comportaba el seguimiento de Jesús, en la concreción de la vida, y las no menos radicales que se siguen de la pertenencia a la Iglesia, sin la que es impensable la reflexión teológica, el ejercicio de la caridad y la misión de transformar el mundo desde la incomparable originalidad, especificidad y novedad del Evangelio de Jesucristo.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 28 de abril de 2019, pp. 32-33




