



El pasado 12 de septiembre, antes de celebrar la Misa de clausura del 52.º Congreso Eucarístico Internacional, en la plaza de los Héroes de Budapest, el Papa mantuvo un encuentro, en el Museo de Bellas Artes, con representantes del Consejo Ecuménico de las Iglesias y de algunas comunidades judías.
En su discurso, después de haber ilustrado con la evocación del puente de las Cadenas, que une las dos partes de que se compone la ciudad de Budapest, cómo se ha de ser la relación entre las distintas confesiones religiosas, Francisco mencionó, entre «tantas figuras de amigos de Dios que han irradiado su luz en las noches del mundo», al húngaro Miklós Radnóti (1909-1944), preso en un campo de concentración y poeta hasta el último instante de su vida.
El 19 de junio de 1946, cerca de Abda, en el noroeste de Hungría, fue descubierta una fosa común en la que estaban enterrados veintidós cadáveres. Habían sido deportados desde la región de Bor, en Serbia, y asesinados en noviembre de 1944. En el impermeable de uno de ellos se encontró un cuaderno, en el que venía una súplica escrita en cinco idiomas: húngaro, serbio, alemán, francés e inglés.
La petición consistía en que, si alguien hallaba aquellas notas, las hiciese llegar al profesor Gyula Ortutay, de la Universidad de Budapest. La firmaba Miklós Radnóti. A la libreta, salvada de la furia de los asesinos, se le llamó “El cuaderno de Bor”, por ser el lugar en el que se encontraba el “lager” en el que Radnóti estuvo preso desde el 22 de julio hasta el 31 de octubre de 1944 y en el que escribió los diez poemas que figuran en él.
Fue, desde muy joven, apasionado de la lectura y aficionado a las lenguas. Sabía latín, griego, francés y alemán. Mas pronto empezó a padecer, por haber nacido judío, las agresiones del antisemitismo, creciente en aquel tiempo, sobre todo en el período en el que cursó Letras y Filosofía en la Universidad de Szeged, hasta que acabó siendo obligado a realizar, como ayuda al ejército, trabajos forzados.
Gracias a que unos amigos consiguieron recoger suficientes firmas de apoyo en pro de su liberación, ésta le fue concedida, si bien, en mayo de 1944, lo deportaron a la región minera de Bor y encerrado en el campo de Heidenau. Para entonces ya se había convertido al cristianismo y bautizado en la Iglesia Católica.
El teniente que estaba al frente del campo de concentración, que tenía fama de no ser tan cruel como los otros jefes, autorizó la creación del “Círculo Radnóti” para la lectura de poemas y el debate de temas culturales. Sin embargo, ante el avance de los soviéticos y de los partisanos afines, fue evacuado el “lager” y el viaje extenuante que emprendieron los prisioneros concluyó con el tiro en la nuca que el jefe del grupo les descerrajó a aquellas veintidós personas, que fueron exhumadas, el 19 de junio de 1946, de la fosa común en las proximidades de Abda. El número 12 era Miklós Radnóti.
De los textos del “Cuaderno”, el Papa citó, en su discurso ante los representantes del ecumenismo y del judaísmo, tres, deteniéndose especialmente en el poema “Raíz”, en el que Radnóti expresó con la brevedad de una sentencia el sentido que cabía conferir a una vida que parecía no tenerlo: ser raíz.
«Yo era una flor. Ahora soy raíz. Oscura, la tierra me cubre por entero», escribió. Era como si previese lo que iba a acontecerle pronto. Así lo hizo constar en otro poema del “Cuaderno”: «Caí junto a él, junto a su cuerpo entregado y tenso como una cadena recién ajustada, tenía un disparo en la nuca. “Así acabaré” – me dije- “acostado e inmóvil, como una flor que aguarda en medio de la muerte”. Entonces una voz cercana me dijo desde arriba: “florecerás de nuevo”, mientras el barro y la sangre sellaban mis oídos» (“Última postal”).
Miklós Radnóti ha sido, con su vida y con su muerte, con sus versos y con sus anotaciones, una voz que la violencia no ha conseguido silenciar y una luz que la muerte no ha logrado apagar. Llevaba consigo, bien guardado en el impermeable, un tesoro, que permaneció escondido, cual raíz, bajo la tierra, contenido en las hojas de un bloc, en una tumba.
Era el tesoro de la fe y de la esperanza. «Florecerás de nuevo», le susurró alguien, o mejor, Alguien, que le hablaba desde lo alto. Mientras tanto, sería raíz. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto», dice Jesús en el Evangelio (Juan 12,24).
«Con fuerza se desliza la raíz, bebe de la lluvia, vive bajo tierra, sus sueños son limpios como la nieve, / de la tierra brota y rompe el suelo, a escondidas se arrastra la astuta raíz, levantando sus brazos, como una soga», escribió Radnóti en el poema “Raíz”, y si hubiese declamado los versos que lo conforman ante Rainer Maria Rilke, éste le habría dicho con palabras semejantes a las que pronunció uno de sus personajes en la obra “Vladimir, pintor de nubes”: ¡Ánimo, no tengas miedo, que Dios espera donde están las raíces!
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 26 de septiembre de 2021, p. 27

Fanni Gyarmati y su marido Miklós Radnóti

Poema «Raíz», en el «Cuaderno de Bor»
La iglesia de Saint-Germain-des-Prés ha sido, desde el siglo VI, en que fue fundada como templo de una comunidad monástica, un observatorio privilegiado del decurso vital de la ciudad de París. A la sombra de su compacta torre han nacido y crecido las diversas modalidades culturales que han constituido a la capital de Francia en capital también de la intelectualidad, el arte y las mitomanías.
«La vida de un barrio es tan rica en acontecimientos de todo tipo que no se deja resumir en tan pocas líneas; pero si logro al menos transmitir al lector un poco de ese ambiente de Saint-Germain-des-Prés que ha conquistado a tantas mentes lúcidas, me sentiría cerca de haber conseguido mi objetivo», escribió, en su “Manual de Saint-Germain-des-Prés”, Boris Vian, buen conocedor de la zona, de lo que acaecía en sus “cuevas” y de quienes las frecuentaban,
La iglesia es hoy sede parroquial y, en ella, además de los grupos de oración, formación y caridad, hay encuentros periódicos con políticos, economistas y agentes sociales; reuniones de profesionales de entre 25 y 35 años, que son católicos y proceden de diversos distritos de la ciudad, y, naturalmente, ya que los restos mortales de Descartes descansan en una capilla del templo, mucha labor con universitarios de La Sorbona y de las Grandes Escuelas del centro de París: Assas, Jussieu, Censier y Beaux-Arts.
En octubre del año pasado se celebraron, en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, las exequias por el eterno descanso de la cantante Juliette Gréco y, hace unos días, por el del actor Jean-Paul Belmondo, pues su familia quiso que hubiese un acto religioso después del homenaje estatal, con Emmanuel Macron a la cabeza, en el patio del Hôtel National des Invalides.
La misa fue presidida por monseñor Philippe Marsset, obispo auxiliar de París, quien, tras la lectura del pasaje del Evangelio, elegido por Paul, hijo del actor, en el que Jesús menciona los frutos que el grano de trigo produce cuando muere (Juan 12,23-26), habló de la vida nueva que comienza en el momento de la muerte y rememoró ante los presentes unas palabras pronunciadas por Belmondo en una entrevista que le hizo un periodista e historiador del cine y en la que manifestó cuáles eran sus ideas acerca de la fe cristiana.
«Soy creyente sin ser practicante. Voy a misa, como mucho, en las grandes ocasiones, comenzando por las más tristes: los entierros. Creer me ayuda en la vida. Creer en una entidad superior orientada al Bien. Creer me infunde la certeza de que al final me encontraré con las personas que he amado», confesó Jean-Paul a su biógrafo Philippe Durant en una de los coloquios que mantuvieron con vistas a la publicación del libro “Belmondo”.
Y es que Bébel, que es como le llamaban los amigos al actor, recibió educación católica y, cuando vivió en Clairefontaine-en-Yvelines, ejerció de monaguillo y asistió al padre Graziani en los entierros de los pilotos americanos que perecían abatidos por el enemigo durante la Segunda Guerra Mundial. Fue allí en donde se familiarizó con la muerte. «Yo no temo la muerte. Es ineluctable y hace tiempo que la he aceptado», le dijo a Durant.
«Creo en otra vida. Está claro que hay algo en el más allá. El camino prosigue de una manera o de otra. Siento, a menudo, la presencia de mis padres junto a mí y eso me reconforta. Pienso que los volveré a ver, al igual que a las personas que he amado: Lino, Gabin, Audiard, y todos los demás. Espero encontrarlos alrededor de una mesa y que, en torno a ella, fantaseemos como en los viejos tiempos», le declaró a su biógrafo.
Y en esto Jean-Paul Belmondo coincidía con el profeta Isaías, que pensaba también en un banquete cuando intentaba imaginarse cómo sería la gozosa existencia de la humanidad nueva al final de los tiempos: «El Señor preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el lienzo extendido sobre todas las naciones, y aniquilará la muerte para siempre» (25,6-8).
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 19 de septiembre de 2021, p. 27

«La obra de Dante, en efecto, es parte integrante de nuestra cultura, nos remite a las raíces cristianas de Europa y de Occidente, representa el patrimonio de ideales y valores que también hoy la Iglesia y la sociedad civil proponen como base de la convivencia humana, en la que todos podemos y debemos reconocernos como hermanos.
Sin adentrarme en la compleja historia personal, política y jurídica de Alighieri, quisiera recordar sólo algunos momentos y acontecimientos de su existencia, en los que él aparece extraordinariamente cercano a muchos de nuestros contemporáneos, y que son esenciales para comprender su obra.
Nació en 1265 en la ciudad de Florencia, donde se casó con Gemma Donati y procrearon cuatro hijos. Al principio estuvo vinculado a su ciudad natal por un fuerte sentido de pertenencia que, sin embargo, a causa de desacuerdos políticos, con el tiempo se convirtió en una abierta oposición.
Aun así, el deseo de regresar allí nunca lo abandonó, no sólo por el afecto que, no obstante, siguió teniendo por su ciudad, sino sobre todo por haber sido coronado poeta en el lugar donde había recibido el bautismo y la fe (cf. Par. XXV, 1-9). En el encabezado de algunas de sus Cartas (III, V, VI y VII) Dante se define «florentinus et exul inmeritus», mientras que en la XIII, dirigida a Cangrande della Scala, precisa «florentinus natione non moribus».
Él, güelfo de la parte blanca, se encontró implicado en el conflicto entre los güelfos y los gibelinos, entre los güelfos blancos y los negros y, después de haber ocupado cargos públicos cada vez más importantes, hasta convertirse en Prior, por una serie de acontecimientos políticos adversos fue exiliado por dos años en 1302, inhabilitado para ejercer cargos públicos y condenado a pagar una multa.
Dante rechazó la sentencia, que consideraba injusta, y el juicio contra él se hizo aún más severo: exilio perpetuo, incautación de los bienes y condena a muerte en caso de que regresara a su patria. Comenzó así la parte más dolorosa de la historia de Dante, que en vano intentó regresar a su amada Florencia, por la que había combatido con vehemencia.
Se convirtió así en el exiliado, el “peregrino pensativo”, caído en una condición de «dolorosa pobreza» (El convite, I, III, 5) que lo llevó a buscar refugio y protección con algunos señores de la región, como los Scaligeri de Verona y los Malaspina en Lunigiana.
En las palabras de Cacciaguida, antepasado del poeta, se percibe la amargura y la desolación de esta nueva condición: «Tú dejarás las cosas / más dilectamente amadas, que es el primer dolor / que produce la primera saeta del arco del exilio. / Tú probarás cómo sabe amargo / el pan ajeno y qué duro camino / es el de bajar y subir por las escaleras de los demás» (Par. XVII, 55-60).
Posteriormente, no aceptando las condiciones humillantes de una amnistía que le hubiera permitido regresar a Florencia, en 1315 fue condenado a muerte nuevamente, esta vez junto con sus hijos adolescentes. La última etapa de su exilio fue Rávena, donde lo acogió Guido Novello da Polenta y donde murió la noche del 13 al 14 de septiembre de 1321, al volver de una misión en Venecia, a la edad de 56 años.
Su sepultura, en San Pedro el Mayor, en un arca situada cerca del muro externo del antiguo claustro franciscano, fue trasladada posteriormente al contiguo templete del setecientos donde, después de convulsas vicisitudes, en 1865 fueron depositados sus restos mortales. El lugar es todavía hoy destino de numerosos visitantes y admiradores del sumo poeta, padre de la lengua y la literatura italiana.
En el exilio, el amor por su ciudad, traicionado por los «muy infames florentinos» (Carta VI, 1), se transformó en triste nostalgia. La desilusión profunda por la caída de sus ideales políticos y civiles, junto con la dolorosa peregrinación de una ciudad a otra en busca de refugio y apoyo, no son ajenos a su obra literaria y poética, sino que constituyen su raíz esencial y su motivación de fondo.
Cuando Dante describe a los peregrinos que se ponen en camino para visitar los lugares santos, representa de algún modo su condición existencial y manifiesta sus sentimientos más íntimos: «¡Oh peregrinos!, que pensando vais…» (Vida Nueva, 29 [XL (XLI), 9], v. 1). El tema vuelve más veces, como en el verso del Purgatorio: «Como los peregrinos pensativos hacen / al encontrar por el camino gente desconocida, / que se vuelven a mirarla sin pararse» (XXIII, 16-18).
La angustiosa melancolía de Dante peregrino y exiliado se percibe también en los célebres versos del canto VIII del Purgatorio: «Era ya la hora en que renace el deseo / y se enternece el corazón de los navegantes / el día que han dicho adiós a sus queridos amigos» (VIII, 1-3).
Dante, reflexionando profundamente sobre su situación personal de exilio, de incertidumbre radical, de fragilidad y de constante desplazamiento, la transforma, sublimándola, en un paradigma de la condición humana, que se presenta como un camino, interior antes que exterior, que nunca se detiene hasta que no llega a la meta. Nos encontramos así con dos temas fundamentales de toda la obra dantesca: el punto de partida de todo itinerario existencial, que es el deseo, ínsito en el alma humana, y el punto de llegada, que es la felicidad, dada por la visión del Amor que es Dios.
El sumo poeta, aun viviendo sucesos dramáticos, tristes y angustiantes, nunca se resignó, no sucumbió, no aceptó que se suprimiera el anhelo de plenitud y de felicidad presente en su corazón, ni mucho menos se resignó a ceder a la injusticia, a la hipocresía, a la arrogancia del poder y al egoísmo que convierte a nuestro mundo en «la pequeña tierra que nos hace tan feroces» (Par. XXII, 151).
[Carta Apostólica «Candor Lucis Aeternae» del Papa Francisco en el séptimo centenario de la muerte de Dante Alighieri (1321-2021), número 3]

Dante y Beatriz en el Paraíso (Gabriele dell’Otto)
«Rávena, para Dante, es la ciudad del “último refugio» —la primera había sido Verona—; de hecho, en vuestra ciudad el poeta pasó sus últimos años y completó su obra: según la tradición, allí se compusieron los cantos finales del Paraíso.
Así, en Rávena concluyó su viaje terrenal; y puso fin al exilio que tanto marcó su existencia y también inspiró su escritura. El poeta Mario Luzi ha resaltado el valor de la turbación y del descubrimiento superior que la experiencia del exilio reservó a Dante. Esto nos hace pensar inmediatamente en la Biblia, en el exilio del pueblo de Israel en Babilonia, que constituye, por así decirlo, una de las “matrices” de la revelación bíblica. De manera análoga para Dante, el exilio fue tan significativo que se convirtió en una clave para interpretar no sólo su vida, sino el “viaje” de cada hombre y mujer en la historia y más allá de la historia.
La muerte de Dante en Rávena tuvo lugar —como escribe Boccaccio— «el día en que la Iglesia celebra la exaltación de la Santa Cruz». El pensamiento va a aquella cruz de oro que el Poeta vio ciertamente en la pequeña cúpula azul noche, salpicada de novecientas estrellas, del Mausoleo de Gala Placidia; o a aquella, geminada y “resplandeciente” Cristo —por usar la imagen del Paraíso— (cf. XIV, 104), de la semicúpula del ábside de San Apolinar en Classe.
En 1965, con ocasión del séptimo centenario del nacimiento de Dante, san Pablo VI obsequió a Rávena con una cruz de oro para su tumba, que había permanecido hasta entonces —como dijo— «desprovista de tal signo de religión y esperanza». Esa misma cruz, con motivo de este centenario, volverá a brillar en el lugar que conserva los restos mortales del Poeta. Que sea una invitación a la esperanza, esa esperanza de la que Dante es profeta.
El deseo es, pues, que las celebraciones del séptimo centenario de la muerte del sumo Poeta nos estimulen a retomar su Comedia para que, conscientes de nuestra condición de exiliados, nos llame a ese camino de conversión «del desorden a la sabiduría, del pecado a la santidad, de la miseria a la felicidad, de la contemplación aterradora del infierno a la contemplación beatífica del paraíso» (San Pablo VI,Carta Apostólica Altissimi cantus, 7 de diciembre de 1965). Dante, en efecto, nos invita una vez más a redescubrir el sentido perdido u ofuscado de nuestro viaje humano.
Puede parecer, a veces, que estos siete siglos hayan cavado una distancia insalvable entre nosotros, hombres y mujeres de la era postmoderna y secularizada, y él, representante extraordinario de una edad de oro de la civilización europea. Y, sin embargo, algo nos dice que no es así.
Los adolescentes, por ejemplo —incluso los de hoy— si tienen la oportunidad de acercarse a la poesía de Dante de una manera que les sea accesible, inevitablemente constatan, por un lado, toda la distancia del autor y su mundo; y no obstante, por otro, sienten una resonancia sorprendente.
Esto sucede especialmente allí donde la alegoría deja espacio al símbolo, donde el ser humano aparece más evidente y desnudo, donde la pasión civil vibra más intensamente, donde la fascinación de la verdad, la belleza y la bondad, en último término, la fascinación de Dios hace sentir su poderosa atracción.
Así, aprovechando esta resonancia que supera los siglos, también nosotros —como nos invitaba san Pablo VI— podremos enriquecernos con la experiencia de Dante para atravesar las numerosas selvas oscuras aún dispersas en nuestra tierra y realizar felizmente nuestra peregrinación en la historia, para alcanzar la meta soñada y deseada por todo hombre: «el amor que mueve al sol y a las demás estrellas» (Par. XXXIII, 145)».
[Del Discurso que el Papa Francisco pronunció, el 10 de octubre de 2020, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico, ante una delegación de la archidiócesis de Ravenna-Cervia con ocasión del año dedicado al séptimo centenario de fallecimiento de Dante Alighieri]

«La muerte de Dante», de Eugenio Moretti Larese
En la bellísima Verbania, en el norte de Italia, Lucio Coco, un estudioso de la literatura cristiana antigua griega y latina, y buen conocedor de la rusa, ha realizado una meticulosa indagación acerca de cuáles fueron las lecturas y qué libros componían la biblioteca de Fedor Michailovich Dostoevskij (1821-1881), del que, en el próximo mes de noviembre, se conmemorará el segundo centenario de su nacimiento. El libro de Coco se titula “La Biblioteca di Dostoevskij. La storia e il catalogo” y ha sido editado por Leo S. Olschki.
Es probable que el núcleo originario de la biblioteca lo constituyesen aquellos pocos libros de los que el escritor dispuso durante los diez años de prisión, por el caso Petrashevskij, y de servicio militar. Es decir, entre 1849 y 1859. Al principio, solamente tenía a mano «las peregrinaciones a los Santos Lugares y las obras de S. Dimitrij de Rostov». Más tarde, su hermano Michail le envío la novela “Jane Eyre”, de Charlotte Brontë, y obras de Shakespeare.
Fue en este período, en Tolbol’sk, camino de Omsk, cuando las mujeres de unos decabristas le regalaron un ejemplar del Nuevo Testamento, cuya lectura fue su principal alimento intelectual y espiritual en los años de trabajos forzados[1]. No se separó jamás de él.
Por las cartas que, en aquella década, le envió a su hermano sabemos cuáles eran sus intereses bibliográficos: historiadores europeos, economistas, Padres de la Iglesia, autores griegos y romanos, filósofos, diccionarios y el Corán.
Libre ya de la cárcel y del ejército, y dedicado a la redacción de novelas y a escribir en las revistas “Vremja” y “Épocha”, Dostoevskij adquirió muchos libros, pues los necesitaba para desarrollar su vocación de literato. Bien porque él mismo los solicitaba a los proveedores, bien porque recomendaba ciertas lecturas a quienes le pedían consejo, bien porque sus familiares los ofrecían para la venta, fueron confeccionándose los elencos de libros de Dostoevskij, que Lucio Coco ha agrupado en las categorías de Literatura, Filología, Historia de la Literatura, Crítica, Folklore, Teología, Filosofía, Historia, Sociología, Derecho, Ciencias Naturales, Medicina, Arte, Literatura infantil, Diccionarios y Libros y Periódicos en lenguas extranjeras.
De esta biblioteca, que padeció la dispersión que sufren casi todas, me fijo en un libro que no podría pasar desapercibido en modo alguno para un asturiano: “Historia de Gil Blas de Santillana”, de Alain René Lesage (1668-1747). La ficha indica que es una edición en francés de 1835. Debió de gustarle mucho a Dostoevskij, porque, en una carta del 18 de agosto de 1880 dirigida a Nicolaj Ozmidov, le sugiere que su hija lea a Walter Scott, Dickens, Pushkin, Gogol’, Turgenev, Goncharov, “Don Quijote” y “Gil Blas”.
La novelada “Historia de Gil Blas de Santillana” comienza en Oviedo, desde donde el joven pícaro, educado en casa de un hermano de su madre, canónigo, que lo envía a Salamanca, para que curse estudios en la Universidad, da principio a sus andaduras y peripecias por España, acaeciendo el primero de los episodios que componen la trama narrativa en Peñaflor.
Y si un escritor de la talla de Dostoevskij encontró deleitosa y recomendable la lectura de la obra de Lesage, es como para que Asturias haga algo en reconocimiento del novelista ruso antes de que se acabe 2021, en el que se conmemorará, el 11 de noviembre, el segundo centenario de su nacimiento en Moscú.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 12 de septiembre de 2021, p. 26
[1] Nota: Se trata de una edición del Nuevo Testamento de 1823. En concreto se la regaló la mujer del decabrista Armenkov en enero de 1850, cuando el escritor estaba a punto de partir para Siberia, conmutando la pena de muerte por trabajos forzados. El ejemplar, que se conserva en Moscú, está subrayado con lápiz o con marcas de uñas. Su mujer le leyó, estando ya para morir el escritor, unos versículos del Evangelio de san Mateo (Mt 3,14-15).

Dostoevskij en la cárcel
Carmen Laforet nació el 6 de septiembre de 1921 en Barcelona. Hoy habría cumplido cien años.
En 1944 recibió el Premio Nadal por la novela «Nada».
En una etapa muy religiosa de su vida, manifestó que le había acontecido esto:
«Me ha sucedido algo milagroso, inexpresable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que, sin embargo, tengo absolutamente la obligación de contar a los que quiero … Rezo el credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz … La gracia, tal como la he recibido, es la felicidad más completa que existe. La pobre voluptuosidad humana … No es nada comparado con esto. Nada.»
(16 de diciembre de 1951)
En Anna Caballé – Israel Rolón, «Carmen Laforet. Una mujer en fuga», RBA, Barcelona 2010, 2ª edición, p. 225.

Medio millar de jóvenes peregrinaron, el pasado mes de julio, desde la catedral de Oviedo hasta el santuario de Covadonga. En Francia, son miles los que caminan desde la de Notre-Dame de París hasta la de Notre-Dame de Chartres, en la que se venera la “Sancta Camisia” de la Virgen, donada por el rey Carlos el Calvo, en el año 876, a la Iglesia.
Estas peregrinaciones de jóvenes tuvieron su inicio en 1935, cuando un grupo de estudiantes de la Universidad de La Sorbona, en París, alentados por el capellán universitario, decidieron ir a Chartres caminando, para rememorar la peregrinación que, en 1912, realizó, desde Lozère, Charles Péguy, con el fin de cumplir un voto por la curación de su hijo enfermo.
Cuatro años antes, el escritor, que se había alejado de la Iglesia, entregado a la causa del socialismo y declarado ateo, le confesó, con lágrimas en los ojos, a un amigo, Joseph Lotte, que fue a visitarlo, esto: «No te lo he dicho todo … He vuelto a la fe … Soy católico». Sus anhelos de que llegase a existir una ciudad nueva, el contacto con algunos intelectuales convertidos al cristianismo y la profundización en su propio “ser religioso” lo condujeron, tras muchos años de distanciamiento, al umbral de la Iglesia.
Péguy vivió con gran zozobra interior esta circunstancia, que su familia no compartía ni aprobaba, pues el hecho de no estar casado por la Iglesia, ni bautizados su mujer ni sus hijos, era óbice para recibir los sacramentos. «Sin embargo, poseo tesoros de gracia, una inimaginable sobreabundancia de gracia», decía. De ahí el que se sintiese movido a hacer ciento cuarenta y cuatro kilómetros, en tres días («J’ai fait 144 kilomètres en trois jours» sic), para llegar a Chartres, «mi catedral», cumpliendo así el voto que había hecho para que su hijo Pierre, con difteria, recobrase la salud.
Cuando aún faltaban diecisiete kilómetros para llegar a Chartres, divisó la catedral. Al verla, «me extasié. Ya no sentía nada; ni cansancio, ni mis pies. Todas mis impurezas desaparecieron de repente. Era otro hombre». Y, ya en el templo, rezó «como nunca había rezado».
Las peregrinaciones de jóvenes a Chartres hallaron un renovado impulso cuando Jean-Marie Lustiger fue arzobispo de París. Este gran pastor de la Iglesia sabía bien de la importancia de las catedrales en algunos itinerarios personales de fe, pues él mismo, que había nacido en el seno de una familia judía, se convirtió al entrar, un Viernes Santo, en la de Orleans. Conmocionado ante la desnudez del templo, tan significativa en ese día del calendario cristiano, Lustiger decidió, en aquel punto y hora, pedir el bautismo.
De modo que, con el de este verano, el peregrinaje, durante tres días, de Oviedo a Covadonga, de basílica a basílica, forma parte ya de la red de vías europeas de la fe, de la cultura y de la juventud. «Si no regreso, te ruego que vayas todos los años en peregrinación a Chartres», le pidió Péguy, antes de ir a la guerra, a Charlotte, su mujer, que había comenzado a abrirse a la gracia. No regresó. Falleció, el 5 de septiembre de 1914, en Villeroy, durante la batalla del Marne.
Secundando el deseo del escritor, miles de jóvenes caminan todos los años por los senderos de Francia, para ir rezarle a la Virgen, en Chartres, como hacen, cada mes de mayo, los jóvenes que van desde Cangas de Onís hasta Covadonga. Y convendría que, después de haberla puesto en marcha, la iniciativa de peregrinar al Real Sitio, teniendo el punto de partida en la catedral de San Salvador de Oviedo, no languideciese y se apagase, sino que se mantuviese y siguiese gozando del espíritu joven y fervoroso de sus orígenes.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 5 septiembre de 2021, p. 24

Agnese Sabato, directora de la Asociación “Leonardo da Vinci Heritage”, y Alessandro Vezzosi, director del “Museo Ideale Leonardo da Vinci”, han publicado, en la revista “Human Evolution”, los resultados de las investigaciones realizadas, junto a especialistas en descifre del ADN, con el fin de establecer la línea de descendientes de la familia de Leonardo da Vinci (1452-1519).
Hay 14 actualmente vivos. Y Jesse H. Ausubel, director del programa “Human Environment” en la Universidad “Rockefeller” y presidente de la Fundación “Richard Lounsbery”, que ha cofinanciado el proyecto, augura importantes progresos antes de que termine 2022.
Mientras que José Antonio Lorente Acosta, catedrático en el departamento de Medicina Legal, Toxicología y Antropología Física de la Universidad de Granada, también miembro del equipo de investigadores, ha adelantado la noticia de que se comparará el ADN de los familiares de Leonardo con el de los restos mortales sepultados en la tumba francesa del polímata y que se desarrollarán tecnologías que, por el microbioma, permitirán autentificar sus obras artísticas.
Los acontecimientos de la historia personal, los inventos, los bocetos, las ideas, la sexualidad de Leonardo y todo lo que tenga que ver con su multifacética figura han suscitado enorme curiosidad. Y también su modo de entender la religión o de practicarla. Sin embargo, es una empresa, ésta de la composición de su perfil histórico, intelectual y espiritual, destinada a no alcanzar el éxito pleno que se desea.
Porque el hombre aclamado como artista, científico, matemático, anatomista, lexicógrafo, gramático, poeta, músico, lector habitual de códices medievales con unos textos escritos en un latín dificilísimo, era, como se definió a sí mismo, «omo sanza lettere». Para saber lo que venía en documentos de esa índole precisaba de ayuda. No tenía estudios ni de lenguas ni de letras.
No parece, además, que hubiera sido aficionado a escribir antes de los treinta años. Lo fue, en cambio, después de cumplir los treinta y cinco, pero no para mantener abiertos unos diarios a los que confiar su biografía, sino cuadernos en los que iba anotando aforismos, pensamientos y observaciones muy prácticas, que eran el resultado de las lecturas que, a partir de esa edad, emprendió con avidez, pensando tal vez en componer más adelante tratados acerca de las materias por las que tanto se interesaba, como el de la Pintura.
Giorgio Vasari (1511-1574), en la semblanza que hizo de Leonardo en “Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos””, dijo de él que era voluble e inestable: «Se ponía a estudiar muchas cosas, y una vez que las había empezado, las abandonaba». Esto lo repite en varias ocasiones. Lo suyo era el diseño, «dibujar y hacer relieves, actividades que nutrían su fantasía más que cualquier cosa». Es por ello por lo que su tío Piero da Vinci, que cuidaba de él, lo envió al taller de Andrea del Verrocchio (1435-1488), para que éste lo instruyese.
«A pesar de su dominio del arte, empezaba muchas obras y no acababa ninguna», insiste Vasari, para quien Leonardo poseía en grado superlativo todos los dones: belleza, destreza, fuerza, gracia y valor. «Admirable y celestial», pero inconstante. Las vicisitudes, por otra parte, que padecieron los manuscritos autógrafos de Leonardo dificultan aún más la sistematización del contenido de los documentos que se han conservado hasta el presente y que ahora están en vías de digitalización.
Es también Vasari quien ha referido cómo fueron los últimos instantes de la vida de aquel que «llegó a tener unas concepciones tan heréticas que no se aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima el ser filósofo que cristiano». Sin embargo, habiéndole llegado la hora de la muerte, «volvió al buen camino y se convirtió a la fe cristiana en medio de gran llanto. Se confesó y se arrepintió, si bien no podía mantenerse en pie; sostenido por los brazos de sus amigos y criados, quiso tomar el santísimo sacramento fuera del lecho».
Los indagadores de los principios filosóficos de Leonardo estiman que su fuente de inspiración se halla en el pensamiento del sacerdote Marsilio Ficino (1433-1499), del que asumió las nociones relativas al movimiento interno de la obra de arte, su energía interior y su vivacidad, el concepto “sustancia”, y, sobre todo, la idea de que es el Primer Motor quien inviste a la materia de su fuerza incorpórea, siendo también Sumo Maestro y Autor. Es decir, Dios. A quien Leonardo se dirigió con esta oración que aparece en uno de sus escritos: «Te obedezco a ti, Señor; primero, por el amor que, según razón, te debo; y, segundo, porque tú puedes acortar o prolongar la vida de los hombres».
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 29 de agosto de 2021, pp. 34-35

«Muerte de Leonardo da Vinci» (François-Guillaume Ménageot)
Hace unos años, en Afganistán había sólo un sacerdote católico, el padre dominico Serge de Beaurecueil, al que no se le permitía hablar de Jesucristo.
Muchas veces se preguntaba por la eficacia de su aparentemente inexistente labor, ya que lo único que podía hacer era rezar. Y así llevaba a cabo su misión.
Por la noche, mientras la gente dormía, él, descalzo y acurrucado en una pequeña capilla, oraba. Una ramita de sándalo exhalaba su perfume, símbolo de quienes, a lo largo de la jornada, se habían consumido en el trabajo, en el sufrimiento o en el amor.
El buen fraile cargaba sobre sus espaldas las aflicciones de todos los afganos; presentaba al Salvador a cuantos habían muerto en el día y hacía hijos de Dios a los recién nacidos; sus labios transformaban en Padrenuestro las oraciones recitadas en las mezquitas.
Y en el silencio de la noche, también nosotros podemos, por la oración de intercesión, ejercer cierta forma de sacerdocio, ser apóstoles del evangelio y cambiar, en el mundo, muchas cosas.
