La colina de la Señora

“Cuando desperté por tercera vez, el mundo apareció inundado de una luz azulada, la madre de la aurora”, escribió Robert Louis Stevenson en el cuaderno en el que anotaba sus impresiones durante el viaje que realizó por las Cevenas. Sucedió entre Fouzilhac y Fouzilhic, en el bosque de Mercoire. Y esa misma percepción es la que se tiene, antes del amanecer y después de irse el sol, en la colina de Bourlémont, sobre la que se alza la capilla de Notre-Dame du Haut, obra de Le Corbusier. En esos dos momentos, breves y serenamente arrobadores de la jornada, el cielo es de un fascinante color azul tungsteno.

La colina se yergue frondosa en el valle del Rahin, en los históricos territorios de  Borgoña y el Franco Condado. Es una atalaya desde la que se divisan otras cimas más altas del macizo de los Vosgos y las llanuras del Saona. A sus pies está Ronchamp, un pueblo perjudicado por la crisis en la minería.

La capilla de la Señora, Notre-Dame du Haut, pertenece a una asociación privada, compuesta por los herederos de las cuarenta familias que la compraron, en 1799, a un ciudadano de Luxeuil, a cuyas manos había ido a parar en los días de la Revolución francesa. La convirtió en almacén. Los nuevos propietarios la dedicaron a honrar nuevamente a la Virgen, tal como se venía haciendo desde el siglo XIII, en el que ya existe constancia documental de las peregrinaciones al santuario de la colina.

En septiembre de 1944 resultó dañada a causa de los proyectiles dirigidos contra el lugar. Y cuando acabó la guerra, tras considerar la posibilidad de restaurarla siguiendo el estilo neogótico, tan en boga, los promotores de la obra se decantaron por la construcción de un edificio enteramente nuevo y moderno. Eran tiempos en los que, en Francia, había eclesiásticos que abogaban por una regeneración plena del arte sacro. Entre éstos, los dominicos Marie-Alain Couturier y Pie Régamey gozaban de especial notoriedad. El primero se lamentaba: “Han sido construidas ciento veinte iglesias alrededor de París sin que fuese consultado ni uno solo de los arquitectos franceses que todo el mundo respeta”.

Según el padre Couturier, en la edificación de espacios nuevos para la vivencia eclesial de la fe cristiana, habría que tener en cuenta este principio de actuación: “Para que renazca un arte sacro, lo ideal sería tener genios que fueran también santos. Pero en las circunstancias presentes, si esos hombres no existen, creemos que a fin de provocar ese renacimiento, esa resurrección, es más sabio buscar genios sin fe que creyentes sin talento”.

Tanto Couturier como Régamey estimaban que las formas artísticas son “signos ciertos del estado real de una moral o de una espiritualidad”. Un verdadero maestro, aunque no sea creyente, sostenían ellos, será capaz de producir, con su genio, una obra de altísima espiritualidad, aunque no pueda ser calificada de arte sacro.

Cuando hubo que buscar al arquitecto que diseñase y levantase la iglesia de la colina de Bourlémont, se pensó en Charles-Édouard Jeanneret-Gris, un protestante suizo que había adoptado el pseudónimo de Le Corbusier, en homenaje al albigense Lecorbésier, antepasado suyo. François Mathey y Lucien Ledeur, dos figuras irreemplazables en el desarrollo del proyecto de Notre-Dame du Haut, enviaron a un intermediario para que lo sondease, antes de cursarle una propuesta formal, pero el mensajero regresó con una negativa: “No le interesa trabajar para una institución muerta”. Le Corbusier debía de sentirse aún herido por no haber podido construir la basílica de la Sainte-Baume, de la que había hecho los planos. Para nada. Por otra parte, albergaba enormes prejuicios respecto al catolicismo.

Mathey y Ledeur volvieron a la carga, yendo a visitarlo. Y, esta vez, de manera inexplicable, acogió favorablemente la propuesta: “Hacer una iglesia para el culto católico y no la iglesia de Le Corbusier”. Luego se supo que el arquitecto aceptó definitivamente la realización de la obra seducido por el paisaje y el recuerdo de su propia madre: una mujer de fe. “Yo no había hecho jamás nada que fuese religioso, pero cuando me hallé ante aquellos cuatro horizontes, no me pude resistir”. Ese germen de contemplación fue sembrado y cultivado en el alma del joven Jeanneret por Charles L’Eplattenier: “Mi maestro había dicho que sólo en la naturaleza se encuentra inspiración, sólo la naturaleza es verdadera y capaz de ayudar al hombre en sus cometidos”.

Los trabajos, entre proyectos, trámites, arranque, desarrollo y finalización, duraron cinco años, de 1950 a 1955. El edificio, cubierto por unas estructuras que reproducen la cáscara de un cangrejo, son como dos naves, drakkars, vikingas, que convergen en una elevación en punta que señala la dirección en la que se encuentra Jerusalén. Mas no están en contacto con los muros sobre los que reposan. Un rayo de luz horizontal, por efecto de una ranura interpuesta, confiere ligereza a la techumbre. “La arquitectura no es asunto de columnas”.

La superficie granulada del cemento, la faz albayaldada del conjunto, los vitrales irregulares y coloreados, los pozos de luz, los elementos litúrgicos interiores y exteriores, los pequeños detalles, han sido pensados en indisoluble relación con el paisaje circundante, para que aquel altozano, pedestal de la Virgen María, fuera “un lugar de silencio, oración, paz y gozo interior”.

Desde 2011, una comunidad de monjas clarisas vive franciscanamente en las entrañas mismas de la colina, en el convento diseñado y realizado por el arquitecto italiano Renzo Piano. Aseguran una presencia evangélica, orante, acogedora, comunicativa, espiritual y confesante, en aquel singular emplazamiento, en el que la naturaleza, la materia y la luz, proclaman junto a María, la obra maravillosa de la redención en Cristo. “Rompiendo el silencio de los muros, la capilla proclama la mayor tragedia vivida sobre una colina, en Oriente”.

El sitio ha sido declarado por la Unesco, en 2016, al igual que otras dieciséis realizaciones arquitectónicas de Le Corbusier, bien patrimonial de la humanidad y un ejemplo extraordinario de la paciente búsqueda de las nuevas y rupturistas formas de expresión artística que componen el Movimiento Moderno, extensible a las realidades de la fe cristiana y la devoción religiosa.

Publicado en: Jorge Juan Fernández Sangrador, El hecho religioso diario, PPC Editorial, Boadilla del Monte 2018, páginas 195-198.