Carta a un gobernante: ¡Guárdate de la adiatrepsia!

Apreciado E.:

Has logrado, al fin, sentarte en la silla que tanto anhelabas. Y te hago llegar por estas letras mi cordial enhorabuena. Has trabajado duramente para conseguirlo y no cabes en ti de gozo. Permíteme, no obstante, que comparta contigo este pensamiento que me sobreviene cuando se alcanza de plano, como tú ahora, el éxito profesional fatigosamente buscado: “Más lágrimas se derraman por plegarias atendidas que por plegarias desoídas”. 

He leído la frase en una novela de Truman Capote, Plegarias atendidas. Él la atribuye a santa Teresa, pero no he podido encontrarla en las obras de la mística doctora. Por otra parte, en una conferencia que Gregorio Marañón pronunció, en 1959, en Canning House, sobre la personalidad de Cristóbal Colón, dijo estas palabras acerca del instante bienhadado en el que el navegante genovés supo que los Reyes católicos daban su aprobación al soñado viaje: «Fue sin duda el día más feliz de su existencia. Porque el momento supremo de la gloria es aquel en que los labios se acercan al borde de su copa. Después que se ha bebido, se empieza a saber todo lo que hay en ella de la atroz melancolía que sigue a la victoria».

El triunfo es, a veces, una forma de fracaso, pues suele llegar acompañado de un incómodo lastre: obligaciones añadidas, falta de libertad y situaciones explosivas que detonan al cabo de un par de meses. Deseo, sin embargo, que esta nueva etapa de tu vida sea enteramente para bien, el tuyo y el de los demás. Y te digo aquello que el cardenal brasileño Claudio Hummes susurró al oído de Jorge Mario Bergoglio cuando éste fue elegido Papa: «No te olvides de los pobres».

En la antigua Roma, un siervo acompañaba al héroe en el carro desde el que saludaba a la multitud, durante la procesión triunfal, diciéndole: «¡Mira hacia atrás! ¡Recuerda que eres hombre!». Y yo me atrevo, con la confianza que me has otorgado, distinguiéndome, a advertirte, como si fuera tu edecán, en este arranque épico de tu cursus gubernamental, que te guardes de la adiatrepsia.

Es el vocablo griego con el que el emperador Calígula definió su modo de ser: desvergonzado, insensible y brutal. Era, cuando ascendió al trono, el príncipe amado del pueblo y de los soldados. No querían a otro. Su elocuencia era prodigiosa. Tres meses estuvieron ofreciendo sacrificios a los dioses como muestra de gratitud por el don que habían hecho a la Urbe en la persona del joven Gaio Julio César Augusto Germánico, apodado Calígula. Inmolaron ciento sesenta mil víctimas. Cuando caía enfermo, una muchedumbre, preocupada, se congregaba alrededor del palacio, pues la gente, a la que trataba de complacer siempre, lo adoraba.

Hasta que un buen día salió incontenible el monstruo que llevaba dentro. Lo grave no era que pensase nombrar cónsul a su caballo Incitatus, sino todo lo demás. Lo refiere cumplidamente Suetonio, en su Vida de los césares, que un hombre de gobierno ha de leer. Era envidioso e iracundo, extravagante en el vestido y las costumbres, se hacía ofrecer aves exóticas en sacrificio, renegaba de sus antepasados, obviaba a sus leales, trataba desconsideradamente a los senadores, despreciaba los escritos de los próceres de la literatura latina, era despilfarrador, sus vicios no tenían ni límite ni freno, no soportaba que se le llevase la contraria, asesinaba y condenaba a muerte inopinadamente y sin el menor miramiento en cuanto se le presentaba la ocasión. Él mismo se daba cuenta de que no estaba bien de la cabeza y consideró la posibilidad de retirarse de la vida pública, pero unos conspiradores le tomaron la delantera, asesinándolo con fiera crueldad.

El de Calígula es un caso extremadamente anormal. Mas cuando Suetonio escribió las biografías de los emperadores romanos, incidiendo en las patologías dominantes, fue para que las generaciones siguientes considerasen el grado de aberración psíquica y metafísica al que se puede llegar en el ejercicio del poder, en el que tú te has instalado recientemente. Y yo, como leal amigo, no dejaré de recordártelo: ¡Guárdate de la adiatrepsia! Por mi parte, quedo, con el afecto que desde antiguo os profeso a ti y a tu familia, siempre vuestro.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 2 de junio de 2019, pp. 34-35