El cuadro de Darwin

Hoy, 11 de enero, brilla, en el cielo azul, un radiante sol de invierno. La nieve ha revestido de blanco la campiña de Kent. No se puede visitar, por cómo está el camino, el invernadero de Charles Darwin, en Down, pero sí su preciosa casa, en donde se puede ver la silla en la que, sentado, escribió su famoso libro «El origen de las especies». Y allá me fui.

Me llamó la atención, nada más entrar en la casa, el número de cuadros con motivos religiosos. En su dormitorio han colgado unas reproducciones de los grabados que les gustaban a él y a su mujer Emma. Hay uno de una «Asunta» de Tiziano, uno de una «Mater Pulchrae Dilectionis» de Rafael y uno de la «Resurrección de Lázaro» del pintor renacentista Sebastiano del Piombo.

Por lo visto, ese cuadro, el de la «Resurrección de Lázaro» (1517-1519), colgado en la National Gallerie de Londres, era uno de los que Darwin solía ir a visitar, porque le transmitía «un sentido de sublimidad».

Aunque agnóstico y tal vez antirreligioso, Darwin se conmovía ante la belleza del arte cristiano. Se consagró al estudio de la vida, de la muerte, del origen, del destino, de todas las creaturas, y es por ello por lo que no podía pasar de largo -sin detenerse a contemplarla- ante esa escena del Evangelio de san Juan en que Cristo, con su sola palabra y su amor, devolvió la vida a su amigo Lázaro.