Padre Laínz

Fallece a los 101 años el padre Laínz, gran figura de la botánica y valedor del Jardín gijonés

El religioso cántabro llegó a Gijón en 1958 y donó en 2004 su mayúsculo herbario, con más de 40.000 pliegos, al museo verde: «Fue una referencia, un caso completamente único»

  • La Nueva España
  • 22 Jul 2024
  • Pablo Palomo
El padre Manuel Laínz Gallo sostiene el premio que le acreditó en 2004 como «Asturiano del mes» de LA NUEVA ESPAÑA. |

Vivió más de un siglo, pero su huella durará mucho más tiempo. Seguramente, para siempre. Manuel Laínz Gallo, más conocido como el padre Laínz, falleció ayer a los 101 años en la residencia jesuítica de Villagarcía de Campos, en Valladolid, a donde se retiró en 2017 tras décadas viviendo en Gijón. Mayúscula figura de la Botánica nacional, probablemente la más notable personalidad de esta ciencia en España durante la segunda mitad del siglo pasado, el padre Laínz fue el gran valedor del Jardín Botánico Atlántico de Gijón al que le cedió en 2004, poco después de la fundación del museo vegetal, un monumental herbario de 45.000 pliegos. Legó además a la ciudad una extensa y nutrida biblioteca llena de saber (se halla en la antigua Escuela de Comercio), así como una fértil correspondencia que mantuvo a lo largo de su vida con otros expertos en la materia. Culto, metódico, autodidacta, riguroso, con un peculiar carácter y un no menos llamativo sentido del humor, sus allegados resumen su gigante personalidad así: «Fue una referencia. Un caso único».

Nacido en Santander el 5 de mayo de 1923, el religioso empezó su tarea botánica allá por 1945 cuando inició un curso de filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas. Fue entonces, muy temprano, cuando comenzó a germinar su afición por la flora. Comenzó a recogerlas y a clasificarlas, término este último que él desaconsejaba emplear para describir su labor. «Clasificar significa meter cosas en un cajón», comentaba, para añadir luego que ese «cajón» a veces había que hacerlo si la planta no estaba bien descrita «taxonómicamente».

Sus raíces cántabras no impidieron desarrollar un cariño importante por Gijón. Llegó a la ciudad en 1958 como docente de la Universidad Laboral y luego ejerció en el colegio de La Inmaculada. Fue en 2017 cuando, ya con 94 años, partió a Villagarcía de Campos. Se le despidió con un gran homenaje por su papel por realzar el Jardín Botánico. Así lo atestigua el portavoz del gobierno local y presidente del Jardín Botánico, Jesús Martínez Salvador. «Es una de esas personas cuyas vidas e inquietudes explican una ciudad», sostuvo. «Si Gijón disfruta hoy de uno de los mejores jardines botánicos de Europa es en buena parte gracias a su generosidad y contribución», añadió. «La donación de su herbario, uno de los más prestigiosos del país y esencial para la flora cantábrica, supuso un respaldo inabarcable para nuestro museo verde. El agradecimiento de Gijón es y será enorme», concluyó Martínez Salvador.

Las primeras excursiones del padre Laínz fueron por su mundo más cercano. Primero, por Comillas, Trasvía y Oyambre y luego, como el poeta, haciendo camino a destinos más lejanos, como las sierras del Escudo de Cabuérniga o la de Ibio. Apuntaba lo que iba conociendo a la vieja usanza en una pequeña libreta. Su fervor religioso le llevó a hacer el noviciado en 1939 en Carrión de los Condes, en Palencia, una localidad que fue muy importante en su formación autodidacta puesto que, como hizo en tierras cántabras, salía por los alrededores en busca de ampliar sus conocimientos. Durante estos años, para ampliar su feraz ansia de saber, entró en contacto con prestigiosos botánicos como Carlos Vicioso, del Real Jardín Botánico, y con Pío Font Quer, del Instituto Botánico de Barcelona. Los dos, explican los allegados del religioso, quedaron «impresionados con su rigurosidad».

Esta faceta fue una de las que describió la vida del padre Laínz. Luis Carlón, conservador científico del Jardín Botánico Atlántico, lo corrobora. «Tenía una frase que no sería suya, pero que decía siempre y es que a él no le gustaba beber de los charcos, sino de las fuentes», enuncia Carlón, que se describe a sí mismo cariñosamente como uno de sus «monaguillos» de Laínz por la cantidad de horas a su lado. «Tenía un afán obsesivo por el detalle. Su rigor era extremo. Hacía lo que hiciera falta por corroborar datos y bibliografías. En cierta manera, por eso se convirtió en una de las grandes figuras de la botánica con prestigio nacional e internacional», añade Carlón, al que, por cierto, le tocó la tarea de digitalizar para el Jardín Botánico la ingente cantidad de datos que Laínz Gallo dejó.

Fue en 1956 cuando se incorporó como profesor a la Universidad Laboral. Luego, ejerció en el colegio La Inmaculada. A Gijón llegó trayendo el herbario que la familia de Édourd Leroy, un químico belga aficionado a la botánica y que trabajó en Torrelavega, le había regalado. Leroy, que había muerto dos años antes del viaje a Gijón del jesuita, jugó un papel clave en su vida. Durante su tiempo en Gijón, a donde llegó para echar unas raíces que aún perduran, el botánico jesuita se procuró una red de colaboradores inmensa. Parte de esta cartera de «corresponsales», como les describe Carlón, salieron del Grupo de Montaña Torrecerredo. Su pericia en la materia le valió, por otro lado, para que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) le financiara entre 1985 y 1991, el proyecto «Flora Ibérica».

«Durante tres o cuatro décadas, en el tiempo del franquismo como marco temporal, Laínz fue la referencia botánica del país hasta que en los setenta surgieron volvieron a florecer las universidades», apostilla Borja Jiménez-Alfaro, el director científico del Jardín Botánico.

Laínz legó a Gijón un verdadero tesoro. Fue en 2004, un año después de la fundación del Jardín Botánico, cuando cedió su herbario con un valor incalculable. Depositó 45.000 pliegos, plantas recogidas entre 1829 y los últimos años, en las que se hayan buena parte de la flora ibérica y del resto de Europa. Fruto de ello recibió en marzo de 2004 el premio «Asturiano del mes» de LA NUEVA ESPAÑA». «Todo el mundo esperaba que acabara en el Real Jardín Botánico de Madrid, pero él quería tener control sobre la obra de su vida y no poder supervisar todo eso no le gustaba», recuerda Carlón.