El anillo

Era uno de esos curas que llevan un anillo descomunal en el dedo anular de la mano derecha. De primeras pensó en ponérselo en el meñique, como el rey Juan Carlos o como Carlos de Inglaterra. Si lo traían ellos sería porque eso era lo propio de la realeza y le daría al cura la prestancia que él deseaba alcanzar a ojos de la gente.

No se daba cuenta de lo llamativos, vulgares y repulsivos que eran sus continuados intentos de desclasamiento, ya desde el primer día después de la ordenación sacerdotal, respecto al estatus social de su familia: modesta, trabajadora y abnegada. Era como para sentirse extremadamente orgulloso de ella. Pero no: él hubiera elegido para nacer otra bien distinta, de alcurnia, como una de esas entre las cuales se pasaba los mediodías, las tardes y las noches.

Y un día, yendo para la Misa de la tarde, nada más hollar con sus presbiterales plantas el atrio de la iglesia, una feligresa le espetó: «¡Uy, el anillo en el meñique, como Elton John!». Al cura no le gustó la comparación y despachó a la señora con un ademán despectivo. Sólo faltaba que ahora se le ocurriese a alguien, en la comunidad parroquial, establecer otras concomitancias con el cantante inglés. Eso sí que no. Al dedo, pues, anular.

En la Misa, durante el ofertorio y la consagración, la mano derecha del cura, con el anillo, se movía sobre los paños sagrados con agilidad asombrosa, a la par que con solemnidad. Parecía que se hubiese desprendido del antebrazo, como esa que circula autónomamente en las películas de la familia Addams. ¡Qué destellos, qué fulgor, qué reverberaciones las del anillo del cura, especialmente al alzar la patena y el cáliz! La feligresía no dejaba de tener la joya ante sus ojos ni un solo instante. ¡Si había de girar, que fuese el mundo el que girase en torno al eje del dedo anular, ceñido por la pieza de orfebrería! ¡Éste, el dedo, desde luego, con la alhaja, estaría en todo momento visible “coram populo”!

En una peregrinación de la parroquia a Roma, el cura y los feligreses asistieron a una audiencia papal en la Plaza de San Pedro. Los acomodaron, gracias a influencias de conseguidores, en la segunda fila. Era tal la proximidad al estrado sobre el que el Vicario de Cristo leía su discurso, que un prelado de la Casa Pontifica apreció, desde el puesto preeminente en el que se encontraba, un destello provocado por un rayo de sol en la bruñida superficie del anillo del cura. «Obispo no me parece que sea, se dijo el monseñor para sus adentros, aunque, por lo que abulta el anillo, bien podría serlo». Envió a un emisario a preguntar. Cuando se aclaró el asunto, uno de los encargados de velar por el estricto cumplimiento de todos los requisitos exigidos por el ceremonial del Vaticano pidió al cura que se lo quitase del dedo antes de extender la mano hacia el Santo Padre, no fuera que éste, al verlo, le diese, en virtud del colegueo episcopal, un ósculo fraterno en vez de la bendición apostólica.

Más violento fue lo que sucedió durante la comida con la que se clausuraba la Santa Visita Pastoral al arciprestazgo en el que se encontraba la parroquia del cura del anillo. Se hallaba presente, como era lógico, el Señor Obispo. Un camarero que se las daba de entender de protocolo fue designado para servir exclusivamente la mesa en la que comían y charlaban animadamente el Señor Obispo, el cura del que nos estamos ocupando y los sacerdotes del arciprestazgo. Y enseguida se hizo patente que, para el camarero, el cura del anillo, por cómo lo lucía, era el de más alto rango en la mesa: al inclinarse le susurraba cálidas confidencias al oído, era al primero al que le servía las viandas y le recogía reverentemente la servilleta si se le caía al suelo.

Al Señor Obispo, en cambio, ni caso. Éste hacía como que no le importaba la preterición a la que continuamente se veía sometido por el camarero gentil, pero, en su interior, la bilis se revolvía como la leche dentro de una mantequera en una cabaña de un pastor de Los Beyos. ¡Quién le habría mandado a él –se reconcomía por dentro el Señor Obispo- ponerse un anillo de los que llaman del concilio, cuando la ordenación episcopal, para representar esa elegancia que dicen que emana de la sencillez! Ahora, por ganas, se habría ceñido uno de garras de dragón o un protector de uñas bien puntiagudo, como aquellos con los que las revestían, tiempo atrás, los potentados manchúes. Mas ¿qué otra cosa cabía hacer en ese momento que no fuera el tratar de contener estoicamente el furibundo pronto?

La que no se contuvo fue la señora que comparó al cura con Elton John. Nada más llegar a casa le refirió a su marido lo ocurrido en el atrio de la iglesia parroquial. El cónyuge era militar y participaba de esa idea bastante difundida de que la Iglesia tiene de autoridad jerárquica lo que Putin de pacifista, porque le parecía a él que cada uno hacía, en la Santa Viña del Señor, lo que le daba la gana, sin que nadie les dijese nada a los que actuaban indebidamente por libre, entre los que figuraban, por ejemplo, los curas que traían anillo, cosa que no le gustaba ni un pelo porque entendía que su uso estaba reservado a obispos y a abades.

Y si no se lo decía el Señor Obispo al cura, lo haría él. Y se plantó en la casa rectoral. En cuanto acabó de explicarle al cura el porqué de su visita, le lanzó, como colofón, esta pregunta: «Si, en el ejército, un sargento sale a la calle con la estrella de comandante cosida en el uniforme, los mandos superiores, además de llamarle bobo, lo reprenden, lo sancionan con una multa y lo condenan a arresto durante varios días, ¿qué está legislado en la Iglesia que se haga cuando alguien exhibe insignias que no corresponden a su grado, sino a uno superior en el orden jerárquico, provocando, además, con esa suplantación, confusión en la gente? Como lo de que los curas lleven anillos de obispos».

No le dijo que también encontraba anormal el que, siendo el aro fino en el dedo anular un signo de la alianza matrimonial, hubiera curas que llevaran, siendo célibes, un aro de casados. Prefirió dejarlo para otra ocasión. El cura, mirando de hito en hito al cabreado visitante, decidió sacudírselo de encima cuanto antes dándole algunas vagas explicaciones: que no era un anillo de obispo, que se lo habían regalado, que si patatín, que si patatán. En fin, que salió como pudo del aquel inesperado consejo de guerra y, cuando el militar, musitando no se sabe qué entre dientes, se fue de la casa rectoral, al cura le vino de repente este pensamiento: «¡Hombre, ponerme, como el sargento, una estrella de comandante en el ojal de la solapa de la americana o cosida en la sotana, no; pero una cruz pectoral, como la del Señor Obispo, con una buena cadena, sobre la camisa de clergyman, e incluso sobre la talar, bien visible, igual sí!»

Nota: Este microrrelato es ficción literaria. Cualquier parecido con personas o situaciones reales es pura coincidencia.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 5 de noviembre de 2023, pp. 26-27