Estimada A.M.:
Sé que cuando hablé, en la conferencia a la que tuviste la deferencia de asistir, de las conversiones en cadena que hubo a partir de la vuelta del escritor francés Charles Péguy (1873-1914) a la fe católica, te conmoviste. Me lo contó tu párroco, al que le comentaste: «Vine para casa con la esperanza de que algún día mis nietos abracen la fe». Creo que lo esperas igualmente de una persona más allegada aún a ti.
Cuando el sacerdote me lo dijo, yo estaba ya muy sensibilizado sobre esa cuestión, porque el domingo anterior, al finalizar la Misa de 1 en la catedral, vino una persona a decir que, escuchando la música del órgano, durante la celebración, sintió súbitamente el deseo de confesarse. No lo había hecho en años. No lo dijo sólo para que lo oyera yo, sino también los circunstantes. Así que no revelo nada manifestado de forma confidencial. Creo que fue Bach quien indicó que el único propósito y razón final de toda la música debería ser la gloria de Dios y el alivio del espíritu. Y así fue en aquella ocasión.
El domingo pasado, durante la Misa, en Tolmezzo, en la región montañosa de Carnia, al norte de Italia, uno de los asistentes, de unos cuarenta años, dejó caer, mientras recitaba una de las preces de la Oración de los fieles, que se había convertido a la fe en un viaje realizado con un grupo de parroquianos, hacía poco, a Tierra Santa. Nos dejó impresionados a todos. Presidía aquella Misa un sacerdote que celebraba el vigésimo quinto aniversario de su ordenación. La iglesia estaba abarrotada de feligreses que había acudido para acompañarlo en tan significativa fecha.
Y me acordé de ti y de tantas personas que sienten esa misma inquietud tuya respecto al abandono de la fe, de la Iglesia y de las prácticas religiosas por parte de sus hijos y nietos, y el deseo de que retornen a ellas. Sé que padres y abuelos os preguntáis en vuestro interior en qué habéis podido fallar. Te aseguro que en nada. Y no es momento ahora de andar buscando responsables individuales o grupales. Es así. Y punto.
Quiero decirte, no obstante, que no hay que desesperar jamás de que el encuentro con Cristo acaezca, porque Él está siempre a la puerta, llamando, incansable. Nosotros somos inconstantes, impacientes e indiferentes, pero Cristo no desespera jamás de que le permitamos entrar en el secreto recinto de nuestro corazón, para que allí pueda dar comienzo el banquete más gozoso que quepa celebrar. Solos. Y para que eso suceda, Él no se aleja ni un instante de nosotros. Está siempre ahí, a la puerta, siempre, siempre, siempre, llama que te llama. Insisto: siempre.
Y lo hace sin violentar a nadie. Antes de obrar un milagro, preguntaba: «¿Quieres quedar sano?» Se podía responder: ¡no! Cosa extraña, pero la cosa es así ¿Que uno no quiere? Pues, nada, que siga su camino. Cristo, en cambio, no deja de pensar en cada uno de nosotros y de amarnos. Insisto: siempre.
Santa Mónica, madre de san Agustín, sufría tanto como tú y derramaba lágrimas y oraciones al ver el desentendimiento de su hijo para con las realidades de la fe cristiana, el cual, sin embargo, en cierto momento de su vida, no pudo resistirse a la acción de Cristo y le abrió la puerta:
«Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti», dejó escrito san Agustín en sus “Confesiones” para que tú lo supieras, A.M. Sí, aunque te cueste creerlo: para que lo supieras precisamente tú, A.M.
Tu párroco, que sabe cómo situarse ante esta circunstancia tuya y de los tuyos, te será de máxima ayuda en esa cierta desazón que te embarga. Y no desesperes de que el fuego de la fe que parece haberse apagado totalmente en tus seres más queridos se reavive y sea de nuevo una luz de sabiduría, alegría y santidad en ellos y, en consecuencia, si bien tú ya gozas de esa gracia, también, plenamente, en ti.
Ya me contarás.
Un cordial saludo.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 11 de junio de 2023, p. 28

San Agustín y Santa Mónica (obra de fr. Miguel Lucas, osa)