¡Devolvednos la belleza!

En Meres (Asturias) hubo, en 1260, una torre, embrión del conjunto palaciego que actualmente conocemos, cuya iglesia hace de templo parroquial para la feligresía del entorno.

A una torre como aquella, en su predio familiar, encerrándose voluntariamente, hastiado de la vida pública, se retiró Michel de Montaigne con el fin de dedicarse a la lectura y a poner por escrito los pensamientos que le provocaban los más de mil libros de que disponía, herencia en su mayor parte de Étienne de la Boétie, y de los que fue extrayendo las frases que aún perduran incisas en las vigas de la sala en la que estudiaba.

En el Libro II de sus “Ensayos”, Montaigne escribió: «Es la belleza cualidad de recomendación primordial en el comercio de los humanos y el primer medio de conciliación entre unos y otros. Ningún hombre, por montaraz y bárbaro que sea, deja de sentirse de algún modo herido por su dulzura».

Dentro de unos días tendrán lugar, en la iglesia del Palacio de Meres, unas jornadas sobre la belleza, que consistirán en tres meditaciones acompañadas por unas interpretaciones musicales. Han sido organizadas por la Unidad pastoral de La Carrera en colaboración con la dirección del Palacio. Serán el 8, 9 y 10 de mayo por la tarde, abiertas al público metaparroquial, es decir, a todas las personas que sientan interés por el argumento.

Las parroquias que componen esa Unidad pastoral estiman que, al igual que existen conferencias cuaresmales, ha de haberlas también pascuales, pues la resurrección de Cristo es en verdad causa de alegría para el mundo, pero lo es también de una vida cristiana más exigente, por ser ésta, después del encuentro con Jesús resucitado y de haber recibido el bautismo, radicalmente distinta de la que se haya podido llevar anteriormente. La novedad de vida ha de apreciarse con claridad en la forma de pensar y de vivir.

Esas obras (“ergoi”) de creaturas ya redimidas que manda cumplir Jesús, para que resplandezcan ante todo el mundo, han de ser, según el texto original en griego del Evangelio, “kaloi”, es decir, “bellas”. En las versiones de la Biblia este adjetivo suele ser traducido por “buenas”: «Vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5,16). El texto dice, en griego, “bellas”, aunque, cuando se explica por qué se traduce el vocablo “kaloi” por “buenas”, se entiende fácilmente.

Y para meditar sobre el vínculo que une a la belleza, con la bondad, la verdad y la utilidad se ofrecen tres encuentros vespertinos, en el marco de las actividades de esas parroquias del arciprestazgo de Siero, en un lugar especialmente hermoso, por el conjunto arquitectónico con su jardín y el bosque, como es el Palacio de Meres. El título general bajo el que se agrupan las tres sesiones es “Belleza que hiere, une y salva”.

¿Por qué? Porque «la belleza hiere», dijo, en cierta ocasión, al igual que Montaigne, el cardenal Joseph Ratzinger. El entonces prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe se inspiró, para hablar de la herida de la belleza, no en las palabras del humanista francés, sino en las de un teólogo bizantino del siglo XIV, Nicolás Cabasilas, quien atribuía al dardo ardiente de la belleza divina, lanzado por Dios mismo hacia nuestra intimidad más honda, la herida abierta que, dentro de nosotros, anhela una realidad que se halla por encima de nuestra naturaleza. Hacia ella tiende nuestro ser y, en éste, todas las facultades que nos constituyen. Es por esa herida por la que nos entra la luz.

Mas la belleza, como sostiene Montaigne, es también vector de unidad y de conciliación, pues la armonía le pertenece intrínsecamente. De ahí el que en el salmo 133 se diga con exultación: «¡Qué belleza y qué gusto que los hermanos estén juntos!». De esa unión de mentes y de corazones provienen las expresiones sublimes que sólo la creatividad humana puede proyectar, generar y desarrollar para hermoseamiento de la vida en comunidad. Emanan de la herida luminosa causada por la flecha de la belleza de Dios en lo profundo de nuestro ser. Son las artes, los oficios y todas las manifestaciones que se agrupan bajo la extensa noción de cultura. Y también la política, entendida como el arte de preservar y procurar la belleza de la convivencia humana en el marco de la res publica.

La belleza hiere, une y también salva. En la novela “El idiota”, de Fiódor Dostoyevski, el personaje Hipólito pregunta al príncipe Michkin si es cierto que él ha dicho que la belleza salvaría al mundo. Y lo emplaza a que dé razón de su aserto: «¿Qué clase de belleza será la que salve al mundo?». Y lo que cabe responder a quien ha formulado la pregunta es que la belleza que salva al mundo es la que colma de plenitud de sentido al ser y resplandece luminosa, no sólo a pesar de los padecimientos humanos, sino precisamente en ellos, pues es ahí, en ese fondo de realidad doliente, frágil y al final muriente, en donde se encuentra la belleza que no caduca con las modas, ni se agosta con el paso de los años, sino que perdura en el tiempo y en la eternidad, porque proviene del autor mismo de la belleza: Dios, suma Bondad, suma Verdad y suma Belleza. Y porque es la de Jesucristo, el Hijo de Dios, quien, en su encarnación y en su morir por nosotros, nos ha revelado cuál es la belleza que realmente redime y salva al mundo.

En una escena de la película “Verbo” (2011), el protagonista pide con vehemencia: «¡Devolvednos la belleza!». Y eso es precisamente lo que reclaman muchas personas en el seno de la Iglesia. Y me parece que fuera de ella también. Los tres encuentros de los fieles de las parroquias de la Unidad pastoral de La Carrera en el Palacio de Meres son un modesto intento de atender a ese deseo y de introducir el vocablo, el concepto y la realidad de la belleza en el discurso y en la actividad del día a día de aquellas comunidades parroquiales. Y se hará, además, en esta ocasión, bajo la luz de la Resurrección de Jesucristo, quien, Glorioso, derrama su perdón, su gracia y su amor sobre la inmensa extensión de la faz de la tierra.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 30 de abril de 2023, p. 28