Signorina Goldie

Hace sesenta años que tuvo lugar la sesión de apertura del Concilio Vaticano II. Fue el 11 de octubre de 1962. Se muestran, en estos días, fotografías de la procesión de entrada, del Papa sobre la silla gestatoria y en el Altar de la Confesión, de los ceremonieros, de los gentileshombres de Su Santidad, de los secretarios y actuarios junto a las mesas recubiertas de paños de color rojo y de jóvenes “assignatores locorum” en el pasillo o sentados en las escaleras de las tribunas dispuestas a lo largo de la nave central de la basílica de San Pedro, repleta de obispos.

Entre las auditoras que asistieron, a partir de 1964, a las sesiones conciliares figuraba la australiana Rosemary Goldie, muy conocida en los círculos eclesiásticos romanos. Era fácil coincidir con ella, hasta que regresó a su país de origen, en algún evento académico: en clases y defensas públicas para la obtención de los grados de licenciado o doctor en la Pontificia Universidad Laterananse, de la que fue profesora; o cuando atravesaba el gran patio de la Pontificia Universidad Gregoriana para ir al aula en la que debía impartir, como invitada, un curso de teología o sobre el laicado en la Iglesia; o mientras se dirigía, por las calles de la Ciudad Eterna, hacia algunas de las innumerables instituciones y academias religiosas que hay en ella, para pronunciar una conferencia, portando un maletín profesoral enorme.

Se le daba el tratamiento de “Signorina Goldie”. Era de figura menuda. Muy educada, amable y discreta. El corte del traje, del abrigo y de la gabardina indicaba el mundo del que provenía. Nació en Manly, Sídney, en 1916, y se crio con su abuela materna, Isobel Mabel Deamer, que fue quien la inició en la fe católica. Rosemary estudió en el “Our Lady of Mercy College” de Parramatta, en la Universidad de Sídney y en la Sorbona de París. Su campo era el de la Literatura. Publicó un libro al que dio el título “Vers un héroisme intégral dans la lignée de Péguy” (1951).

Sintió muy pronto que Dios la llamaba a implicarse en las organizaciones laicales de la Iglesia, en las que llegó a ser tan conocida que la Santa Sede le pidió que colaborase con ella en la puesta en marcha de algunos organismos pontificios de acción eclesial seglar. Se considera que su nombramiento como subsecretaria del Consejo de Laicos ha sido un hito en la historia de la Iglesia, porque fue la primera mujer laica que ocupó un puesto de relevancia en el Vaticano.

Escribió un libro sobre sus años romanos: “From a Roman Window. Five Decades: the World, the Church and the Catholic Laity” (1998). En él comparte datos, impresiones e historias vividas en primera persona durante las cinco décadas de estancia en Roma. En 2002 regresó a Australia y concluyó sus días en este mundo en una residencia de religiosas, “Little Sisters of the Poor”, en Randwick, adonde fue a visitarla, en julio de 2008, Benedicto XVI, quien viajó a Australia, en esa fecha, para asistir a los actos de la Jornada Mundial de la Juventud.

La madre de Rosemary, Dulcie Deamer, que era escritora, actriz y llamada “Reina de la Bohemia”, pasaba mucho tiempo fuera de casa, al igual que el padre, Albert Goldie, gerente de publicidad de la empresa “J.C. Williamson” de teatro. De ahí el que la devota abuela se sintiese en el deber de ocuparse de la niña. Estuvieron tan unidas en vida que ahora yacen juntas en una misma tumba, en el “Sydney’s Eastern Suburbs Memorial Park”. La “signorina Goldie” falleció en 2010.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 16 de octubre de 2022, p. 25