Traperos del tiempo

La escritora asturiana Carmen Gómez Ojea (1945-2022) acaba de fallecer y ha dejado un legado literario que ronda la treintena de títulos. Recibió a lo largo de su carrera varios premios, de entre los que destaca el Nadal, y le fueron concedidas afectuosas distinciones con las que se pretendía otorgarle el reconocimiento que, a juicio de la crítica, merecía.

En las entrevistas que le hicieron en vida siempre dejó claro que no quería ser otra que no fuera lo que ya era: ama de casa. «Cocino muy requetebién y lo mismo hago un espléndido plato chino que una fabada», declaró en cierta ocasión. Ama de casa, sí, pero que «dedica tres horas diarias, desde la nueve a las doce de la noche, a escribir como una máquina».

Cuando leí esto me acordé de que Carmen Laforet (1921-2004), también ama de casa y premio Nadal, escribía, debido a sus obligaciones familiares durante el día, de cinco a ocho de la mañana. Y María Moliner (1900-1981), autora del “Diccionario de uso del español”, se levantaba también a las cinco de la mañana y hacía fichas de palabras. Hasta que llegaba el momento de preparar desayunos. Seguidamente se ocupaba de las labores del hogar e iba a trabajar a una biblioteca.

«Trapero del tiempo». Así es como se autodefinía Gregorio Marañón (1887-1960), cuya altura profesional, intelectual y literaria lo condujo a ser miembro de varias Reales Academias. A las siete de la mañana atendía la correspondencia, pasaba a limpio las anotaciones del día anterior y ordenaba fichas. A eso de las nueve y media se entregaba al cumplimiento de sus deberes como médico.

Para él, una jornada no se contabilizaba por horas, sino por minutos. Alguien me contó en cierta ocasión que Marañón era un as aprovechando, para escribir, el tiempo que distaba entre el momento en el que le avisaban de que la comida estaba lista sobre la mesa y el de alzarse de la silla frente al escritorio.

Se ve que en ese instante entre el pensar que ya hay que ir a comer e ir decididamente a comer se puede iniciar, proseguir o concluir la redacción de un libro. Virginia Woolf (1882-1941) refiere, en su “Diario” (5 de enero de 1939), que dio principio a uno de los suyos en «los últimos cinco minutos antes del almuerzo».

Marañón leía, después de la cena, hasta las dos de la mañana. Se acostaba tarde. Como el Papa Pablo VI (1897-1978). Solo que éste se levantaba un poco más temprano: a las seis de la mañana. Celebraba la Misa, recitaba la Liturgia de las Horas, rezaba las oraciones y hacía la meditación. Después desayunaba y leía los periódicos.

A las nueve menos cuarto repasaba el plan de audiencias del día, que daban comienzo a las diez. Almorzaba a la una y media. Luego, oración, descanso y lectura. Por la tarde, a trabajar. Hasta la hora de la cena. A las nueve y media de la noche volvía al despacho para seguir con la tarea. Paraba a las once para rezar Completas. Se despedía de los colaboradores: «Buenas noches. Dios os bendiga. Gracias por todo». Y se dirigía nuevamente al despacho para sumirse, hasta las dos, en la lectura de papeles de todo tipo, que subrayaba y glosaba. Los discursos solía escribirlos él mismo. Son buenísimos.

De modo que el que diga que no emprende, redacta y concluye una tesina, una tesis, un ensayo, una novela, un artículo o un discurso, porque no dispone de tiempo, verá que, si lo piensa un poco, hay, a lo largo del día y de la noche, diminutos espacios de tiempo, que duran lo que un semáforo en rojo, en los que se puede llegar a construir, de diez en diez líneas, una inmensa obra literaria.

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 21 de agosto de 2022, p. 28

Giovanni Battista Montini (Pablo VI) de joven. Y escritor desde siempre.