¿Una cultura católica?

Fabrice Hadjadj, francés, judío de nacimiento, convertido al catolicismo cuando tenía 27 años, filósofo y dramaturgo, ha recibido el «Premio Internazionale medaglia d’oro al merito della Cultura Cattolica», en su 39ª edición, concedido por la Scuola di Cultura Cattolica de Bassano del Grappa. Fue el pasado 29 de octubre y éste ha sido su discurso, del que recomiendo la lectura a partir del número 5 a propósito de la «cultura católica»:

1. Recibir un premio en un ámbito cristiano es, sin duda, una alegría, pero es también, y antes que otra cosa, una prueba. Y me refiero a una prueba en el sentido más fuerte del término. No hablo de los problemas de carácter mundano, que ciertamente existen, pero éstos me resultan más fáciles

Existe, por ejemplo, el problema de prestarse a esa terrible contorsión del orgullo, que consiste en protestar fingiendo humildad: «No, yo no lo merecía; otros con más méritos que yo son quienes deberían estar hoy aquí». He de decir que, por mi parte, no me causa el menor disgusto estar ante los reflectores y soy enemigo feroz del igualitarismo sentimental que ha eliminado la entrega de premios a los niños de primaria.

Existe otro problema: fingir que se ignora, por educación, la suerte de reciprocidad que se establece. El premio distingue, en verdad, a la persona galardonada, pero ésta sirve también como tarjeta de visita para el premio. Sin embargo, cuando se trata de Fabrice Hadjadj, y no de Josef Ratzinger, la situación se vuelve claramente a mi favor.

Tercer problema: ser revestido como un toro reproductor que ha quedado campeón en una feria agrícola. Esto no me molesta en absoluto. Después de todo soy padre de nueve hijos; y mi actividad como payaso me ha capacitado para andar por ahí sin problema con un enorme cencerro al cuello que diga: «Primer premio de la raza bovina». Poseo una morfología muy bien adaptada a este tipo de adornos.

En realidad, en donde comienzo a tener reservas, allí en donde se muestra la prueba, es cuando se descubre el vínculo entre las dos categorías de la feria: la categoría “toro de monta” y categoría “bovino para el matadero”. Es decir, la relación entre la fecundidad y el matadero. Y es esto lo que pone de manifiesto la recepción de un premio en un círculo cristiano. Al menos si se adopta un punto de vista realmente evangélico.

2. Recordad la lectura del domingo de la semana pasada. Lo hijos de Zebedeo se acercan al Hijo de Dios y le piden sentarse a su izquierda y a su derecha en la gloria. Los otros apóstoles se indignan ante tal arrogancia, tal vez porque es la misma que ellos albergan en sus corazones. Jesús, en cambio, no se indigna. El deseo de excelencia es legítimo a sus ojos. Es normal, según él, buscar los primeros puestos. Sin embargo, ya que él es la Verdad, les hace esta observación: No sabéis lo que pedís (Mc 10,38). Reclamáis los primeros puestos, bien, pero ¿qué es un primer puesto? ¿cuál es la condición que se requiere, aunque no sea suficiente, para llegar a él? Y Jesús les da una respuesta: beber el cáliz que yo voy a beber, ser sumergidos en el mismo bautismo que yo…

E inmediatamente, dirigiéndose a todos, comienza diciendo «Vosotros sabéis» y no «Vosotros no sabéis». Comienza recordando en qué consiste la jerarquía de las dignidades fuera de Israel: «Vosotros sabéis que aquellos que son tenidos por jefes de las naciones, la tiranizan; y los grandes ejercen sobre ellas su poder. Entre vosotros, en cambio, que no sea así. Aquel que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y quien quiera ser el primero entre vosotros, que se haga siervo de todos, pues el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y entregar su propia vida en rescate por muchos» (Mc 10,42-45).

Cuando afirma que la jerarquía entre los discípulos es una jerarquía de servicio, Cristo no rechaza ni el poder ni el primado. Revela más bien en qué consisten. La potencia es siempre fecunda, no es competitiva ni eliminadora. No aplasta, sino que eleva. El maestro más grande es aquel que hace de su discípulo un maestro más grande que él. Del mismo modo, la gloria de un padre es que su hijo sea todavía más glorioso. En otras palabras, el deseo de gloria presupone una humildad profunda, la de haber sido lo bastante grande como para elevar a otro por encima de nosotros, como un levantador de pesas… Justamente. Hasta aquí, bien… Pero a esta ley de fecundidad va asociada la cláusula del matadero. Hay que beber el cáliz. Hay, como el Hijo del hombre, entregar la propia vida como rescate. Y esta es la prueba.

3. Vosotros me entregáis hoy este premio y a cambio albergáis una pretensión respecto a mí. Me colocáis entre los primeros, pero, casi a traición, en verdad irónicamente, según la gran ironía de Cristo, proclamáis que debo ser vuestro esclavo. Ensalzáis mis obras, pero me reclamáis la vida. Y no me planteáis la alternativa de un ladrón callejero: «La bolsa o la vida». Me entregáis la bolsa, y me alegro, pero esto significa que he de dar necesariamente mi vida como rescate.

Estoy ante los focos, se habla de mi «contribución a la cultura católica», pero mi verdadera contribución acaecerá solamente cuando esté en las tinieblas, solo con Dios. No en Bassano del Grappa, sino sobre el monte de los Olivos. No con la copa del cóctel, sino con el cáliz de la agonía. Y no digo esto sin temblor, por el simple gusto de provocar. Lo digo temblando, por amor a la verdad.

Como dice el salmo (48,2), recordando probablemente los animales de la feria agrícola: el hombre, en la prosperidad, no comprende, es como un animal que perece. Esto no significa que quien sabe ver más allá huya del matadero, sino que es consciente de ello: sabe que el Verbo mismo, en el momento crucial, no abría la boca; era como un cordero llevado al matadero (Isaías 53,7).

¿Seré yo, en aquella hora de oscuridad, un testigo de la alegría? ¿Cómo puedo estar seguro? Me entregáis este premio y yo no puedo más que encomendarme al Padre eterno. No puedo más que encomendarme a vuestras oraciones. En un ambiente realmente cristiano, un hombre que es premiado es un hombre que pide auxilio. Y llama a sus hermanos para que acudan en su ayuda, no como uno que quiere salvar la piel, sino al contrario, para que pueda darla, ponerla sobre la mesa, y no solo literariamente, sino literalmente, como san Bartolomé, el desollado vivo, que muestra sus despojos como un hábito recién quitado…

4. Si se me permite llevar un poco más allá mi reflexión, a costa de rondar la descortesía, añadiría que no solo se trata de la prueba que comporta todo premio cristiano, sino también la incomodidad que me supone este premio en particular, según el cual yo habría contribuido a la “cultura católica”. Ahora bien, no estoy seguro de exista algo así como “cultura católica”.

Experimenté ya esa incomodidad en una ocasión anterior, cuando recibí el premio “Spiritualités d’aujourd’hui”, Espiritualidades de hoy. Tuve que ponerme a explicarles a los miembros del jurado que se trataba de un error acerca de la persona o, al menos, de sus intenciones.

Siendo judío y católico, mi espiritualidad no es de hoy, sino de ayer y de mañana, porque es del Eterno. Pero sobre todo no podía tolerar, yo, judío de nacimiento y ultra-judío por el bautismo, que se me pudiese considerar un amigo de la “espiritualidad”, palabra-contenedor que permite que se evite el hablar de religión y a la le que le falta lo esencial de la vida cristiana, es decir, la carne, la Palabra hecha carne, y su Cuerpo y su Sangre que nos son dados bajo las especies de pan y vino.

Acoger al Espíritu Santo implica ir a Misa en un lugar en el que el sacerdocio ha ido pasando de mano en mano desde el tiempo de los apóstoles en Jerusalén y reconocer que el acto más místico es aquel de tener la boca llena, sin poder decir nada más, para poder ser salvados tanto de cualquier espiritualismo como de cualquier fuga de la historia y de la geografía. Me gustaría contentarme con una pequeña meditación trascendental en mi acogedora vivienda, entre personas selectísimas, pero, como católico, tengo el deber de ir a una iglesia mohosa, mal calentada, junto a parroquianos con los que a menudo no tengo afinidad cultural, para escuchar a un párroco cuya elocuencia es tediosa y una teología muy aproximada. Y, sin embargo, es allí en donde se encuentra mi salvación, en un Dios lo bastante fuerte como para que yo pueda tener los pies en la tierra y cuyos ángeles no cesan de repetir: Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al cielo? (Hechos 1,11).

5. En cuanto a lo de “cultura católica”, he aquí mi perplejidad. El pensar que tal cultura exista significaría situarla competitivamente con las demás culturas y creer, por ejemplo, que la cultura católica deba triunfar sobre la cultura no católica y que la Biblia tenga que suplantar a los demás libros.

La idea de una cultura católica corre el riesgo de ser asociada al fundamentalismo. Incita a funcionar en circuito cerrado, a ex-culturarse, a ignorar las obras del propio tiempo que no tengan la marca de una cruz reducida a etiqueta…

El catolicismo no es una cultura rival, porque no se sitúa en el mismo plano de las culturas. Si se pueden parangonar las culturas con las especies vegetales, la Revelación cristiana no es una especie viva más y más bella, que debería sustituir a las otras, como una hierba maravillosa más virulenta que una mala hierba. Es más como el sol, la lluvia o las tijeras del jardinero. Es eso lo que permite a cualquier cultura crecer, purificarse, dar flores más bellas y frutos más sabrosos.

6. La cultura es siempre local y pagana. La palabra remite en primer lugar a una relación con la tierra. Se trata de una actividad de campesino. Cicerón traspone esta actividad al orden intelectual, considerando al espíritu del hombre como un campo que hay que desforestar, sembrar, regar y escardar: «Philosophia cultura animi est». La filosofía, pero también las artes y las ciencias son concebidas en continuidad con el mundo agrícola.

¿Qué significa esta continuidad o más bien esta analogía? Pues que el hombre no es ni el que inicia ni el que controla enteramente la obra. Esta procede de un don inicial, el de la semilla, de la especie selvática dada por la naturaleza, de la especie domesticada por un antepasado, y se despliega bien por el esfuerzo de un trabajo, bien por la gracia de una meteorología favorable. El campesino celebra la naturaleza, trabaja con ella y teme a los dioses. El hombre de cultura, quienquiera que sea, reconoce siempre el don antes que el material y que la inspiración y sabe que la propia mano está a merced de la artritis.

Las culturas no están solo expuestas al hielo y a las langostas. Son de por sí mortales. Pueden desaparecer para ventaja de otra cultura. Pueden también ser eliminadas por lo que no es una cultura, sino un dispositivo tecnológico. El microprocesador reemplaza a la tierra y el ingeniero al campesino.

7. Me temo que ahora no estemos ya en tiempos de cultura. El modelo no es ya el de la agricultura, el don y los días fastos. Es el del ordenador, de control total, y, naturalmente, puesto que tal control produce un exceso de tensión, de una pérdida total de control. Bajo el imperio de paradigma tecnocrático, en el que el programa prevalece sobre la providencia, en el que la robotización prevalece sobre el trabajo, se oscila continuamente entre la monitorización y el éxtasis, el cálculo y el trance…

¿Por qué se debería entonces tener aún hoy la paciencia de la cultura? Cicerón ponía el ejemplo del hombre que planta árboles de los que él no va a llegar a recoger los frutos. Si el dispositivo tecno-emocional nos arrastra tan fácilmente a la instantaneidad y al presentismo es porque andamos sin esperanza. A diferencia de los antiguos, que creían en la transmisión, a diferencia del moderno, que creía en el progreso, el postmoderno no cree ya en el futuro… No planta árboles. Solo hace pedidos con entrega exprés.

Un súper ciborg no tiene que ser cultivado. Más aún, cuando la humanidad se sabe condenada a la extinción, cuando el sapiens aparece como un neandertal retardado, próximo a desaparecer, la cultura tiende a reducirse a pura distracción: ver series televisivas sobre catástrofes a través de Netflix para no ver el cataclismo que se aproxima…

8. Lo más terrible del incendio de Notre-Dame de París no fue el incendio en sí, sino la toma de conciencia del hecho de que, incluso aunque reparásemos aquel edificio rehaciéndolo idéntico, no nos hallamos ya en la época de los constructores de catedrales. Ha desaparecido irremediablemente. Y para conservar los restos, nos vemos obligados a acudir a ingenieros agnósticos.

Martin Rees, astrónomo de la reina de Inglaterra, presidente de la Royal Society y pensador del transhumanismo, afirma claramente que lo del “a largo plazo” se ha perdido: «En la Edad Media, los constructores de catedrales eran felices construyendo edificios que habrían de durar más que ellos, para disfrute de sus nietos, cuya existencia seria semejante a la suya. Pero creo que no disponemos ya de ese recurso. Pretender dejar hoy una herencia que dure más de cien años es una ambición más presuntuosa que la que pudo haberse dado en nuestros antepasados.

Durar más de cien años es la marca de las grandes obras culturales. Ahora bien, si el recurso no se encuentra ya en el mundo circunstante, ¿en dónde puede subsistir aún la cultura?, ¿en qué suelo que no es solo de tierra?, ¿qué ambiente puede asegurar una continuidad histórica suficiente, en la que los nietos puedan gozar de una vida que sea, en esencia, semejante a la de sus abuelos?

9. Creo que imagináis mi respuesta. La Revelación católica no es una cultura, sino que será, y cada vez más, el lugar en el que las culturas podrán subsistir. En un mundo tecnocrático y que rompe siempre con el pasado, en el que no se habla de otra cosa más que de desmoronamiento, no queda nada más que la Iglesia, en la permanencia milagrosa de su magisterio, para mantener la unidad de la condición humana desde el instante de la expulsión de Edén hasta el descenso de la Jerusalén celestial. Lo de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16-18) significa que, en la Iglesia, a la cultura no se la condena, incluso aunque, a su alrededor, la tierra tiemble y el valle de lágrimas no sea más que un Silicon Valley.

Cuando me hago cristiano, me hago contemporáneo de Moisés, Pablo, Agustín, Tomás de Aquino, Dante, Manzoni, pero también de Sófocles, Aristóteles o Virgilio, que preparan para el Evangelio. Sé que, sustancialmente, las preguntas que plantean Shakespeare o Goldoni son de utilidad todavía para mí. Más aún, creo que Nietzsche y Marx tendrán posteridad solo en la Iglesia, porque el católico seguirá interesándose por sus escritos cuando los partidarios de los algoritmos, el animalismo o el fundamentalismo los haya abandonado. La cultura atea misma no podrá arraigar si no es allí en donde se celebra aún la carne y la palabra, la verdad que brota de la tierra y la justicia que desciende del cielo (Sal 84,12).

No sé si he contribuido a una cultura católica, pero si he tomado parte en un catolicismo que reconoce su misión de salvación para la cultura de hoy, entonces el premio que recibo no se funda sobre un malentendido. Siempre, y cada vez más en el futuro, habrá que responder al «Escucha, Israel», para escuchar todavía a Mozart o leer “En busca del tiempo perdido”…