Hace unos años, en Afganistán había sólo un sacerdote católico, el padre dominico Serge de Beaurecueil, al que no se le permitía hablar de Jesucristo.
Muchas veces se preguntaba por la eficacia de su aparentemente inexistente labor, ya que lo único que podía hacer era rezar. Y así llevaba a cabo su misión.
Por la noche, mientras la gente dormía, él, descalzo y acurrucado en una pequeña capilla, oraba. Una ramita de sándalo exhalaba su perfume, símbolo de quienes, a lo largo de la jornada, se habían consumido en el trabajo, en el sufrimiento o en el amor.
El buen fraile cargaba sobre sus espaldas las aflicciones de todos los afganos; presentaba al Salvador a cuantos habían muerto en el día y hacía hijos de Dios a los recién nacidos; sus labios transformaban en Padrenuestro las oraciones recitadas en las mezquitas.
Y en el silencio de la noche, también nosotros podemos, por la oración de intercesión, ejercer cierta forma de sacerdocio, ser apóstoles del evangelio y cambiar, en el mundo, muchas cosas.
