La fe olímpica

La archidiócesis de Tokio determinó que, durante la celebración de la última Olimpiada, la participación en las misas fuera, a causa del aumento de los contagios por COVID-19, a través de internet. Tomar esta decisión no resultó fácil, porque la gran demanda de servicios religiosos, tanto por parte de los deportistas como de sus acompañantes y de los asistentes, es algo que la organización olímpica debe tener en cuenta siempre, sea cual fuere la ideología predominante en el país anfitrión.

Y así, en Pekín, en 2008, ante el temor de que el ejercicio del derecho a la práctica de la religión fuese obstaculizado por el gobierno chino, éste tuvo que comprometerse, ya desde los inicios de las negociaciones, a que nada ni nadie lo impidiese o dificultase y a que estuviese asegurada su práctica en todo momento, con la misma disponibilidad y eficiencia que en los juegos anteriores.

Por lo general, son ciento sesenta personas aproximadamente, de diversas confesiones, las que se encargan de que no les falte la atención espiritual a quienes la soliciten. Aunque hay delegaciones que prefieren llevar su propio sacerdote, como es el caso de la italiana. Los rusos, en cambio, celebraron, en esta ocasión, antes de volar a Tokio, un acto religioso en la catedral ortodoxa de Cristo Salvador, en Moscú.

Al brasileño Italo Ferreira (27 años), medalla de oro en surf, no le supuso un problema el hecho de no poder contar con asistencia religiosa inmediata, ya que, a las tres de la madrugada, cuando reinaba el más absoluto silencio, rezaba en la habitación. En su cuenta de Instagram colgó una foto en la que, tras la victoria, señalaba hacia el cielo con un dedo indicando de dónde le había venido la fuerza que lo sostuvo sobre las olas y como un gesto de gratitud a Dios.

También la jamaicana Elaine Thompson-Herah (29 años), con tres medallas de oro en atletismo, es alma de oración. Ante la posibilidad de que, debido a un problema en el talón de Aquiles, tuviese que renunciar a ir a Tokio, abordó así la situación: «Hablé con Dios y le dije lo que pasaba, que me echara una mano». Y fue a Japón. «Mi misión como mujer y atleta que tiene fe en Dios es honrar siempre al Señor, escuchando su Palabra, que salva, y cumpliendo su voluntad», declaró.

El estadounidense Caeleb Dressel (24 años), quien regresó a su casa llevando cinco medallas de oro en natación, se confiesa cristiano y no se corta un pelo a la hora de confesar, en donde quiera que se encuentre, que «mi felicidad está en Dios». Suele llevar, en las competiciones, pintado sobre el cuerpo, con tinta soluble, un motivo tomado de la Biblia. En Tokio fue un águila. Se inspiró, al elegir la imagen, en este pasaje del profeta Isaías: «Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (40,31).

De igual modo, la estadounidense Sidney McLaughlin (22 años), ganadora de dos medallas de oro en carrera con vallas, considera que el tener a Cristo vale más que cualquier otra ganancia y que poner el corazón en lo que realmente importa es lo que da estabilidad a las personas: «No corro para que se me reconozca a mí. La diferencia la establece la fe. Los records van y vienen. Pero lo que permanece es el amor de Dios».

Es lo que opina también la velocista costamarfileña Marie-Josée Ta Lou (32 años), que quedó cuarta y quinta en los cien y doscientos metros respectivamente: «Corro por mi gente y por las chicas africanas. Corro como si fuera una oración de glorificación al amor de Dios». 

Y no son éstos los únicos deportistas que piensan así. Hay más como ellos: jóvenes, audaces, estupendos y que aspiran a que se cumpla, tanto en su actividad como en su vida, aquello que se lee en la Biblia: «He acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Timoteo 4,7).

Jorge Juan Fernández Sangrador

La Nueva España, domingo 15 de agosto de 2021, p. 28