«Abridme las puertas de la salvación», dijo el arzobispo de Santiago ante la Puerta Santa de la catedral compostelana, y el pueblo respondió: «Y entraré para dar gracias al Señor». El prelado dio entonces un golpe en la Puerta con la cara de un martillo de plata y madera de encina, regalo de un matrimonio alemán, en la que figura la ovetense Cruz de los Ángeles.
Y así otras dos veces, después de proclamar los correspondientes versículos bíblicos: «Entraré en tu casa, Señor» y «Abrid las puertas, que nuestro Dios está con nosotros». A continuación, alternando las acciones con versos sálmicos, introdujo una gran llave en la cerradura de la Puerta Santa y la hizo girar dentro, y atrajo luego hacia sí, ceremonialmente, sus hojas.
Repicaron las campanas, estallaron las bombas de una traca, encendieron la linterna de la Berenguela-Torre del Reloj, y sonaron, jubilosos, el órgano y las trompetas. El arzobispo recitó una oración, se arrodilló, enarbolando una cruz, en el umbral, los diáconos purificaron con ramos de olivo, impregnados de agua bendecida, las jambas de la Puerta y las personas designadas para ello la ornaron con capullos de rosas blancas. El coro cantaba “Iubilate Deo”.
El ingreso en la catedral fue procesional. Un solista desgranaba, con voz admirable, las estrofas del “Te Deum”. Impresionante. «Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, Patrem immensae maiestatis», se escuchaba, mientras el cortejo avanzaba por una nave lateral hacia la Via Sacra, la que conduce «in recto» al Altar mayor, que luce, en sus dorados, imágenes y filigranas, con resplandores que evocan la gloria de la Jerusalén celestial. Inefable. «Tu, devicto mortis aculeo, aperuisti credentibus regna caelorum».
Y en el centro de aquel reflejo del cielo en la tierra, haciendo las funciones del clavero san Pedro, el apóstol Santiago. Asentado en un trono, como le había anunciado Cristo (Mateo 19,28), recibe a los peregrinos, que, vestidos con el traje que se requiere para la fiesta, le imploran que les alcance de Dios la gracia de poder tomar parte en el banquete de bodas del Cordero, como en la Ciudad Santa del Apocalipsis.
No creo que a san Pedro le parezca mal el que Santiago ejerza ese menester, dada la alta estima que se profesan, según refiere Dante en la “Divina Comedia”: «Igual que un palomo se posa junto a un compañero y le muestra el afecto dando vueltas y zureando, así vi que un gran príncipe glorioso acogió al otro mientras alababan el alimento que allá arriba se come». Es en el Canto 25 del Paraíso.
Concluido aquel «gratular», el apóstol Santiago y el Poeta mantuvieron un coloquio sobre la esperanza. «Es la esperanza, dijo Dante al Apóstol, certidumbre, producida por la gracia divina y el mérito precedente, de la gloria futura. De muchas estrellas me llegó esta luz, pero en mi corazón la destiló primero el máximo cantor del Guía supremo». Dante estaba pensando en David. «Después tú me la instilaste con tu epístola, y estoy tan lleno de ella, que en otros la derramo». Aludía a la neotestamentaria Carta de Santiago.
Es Santiago, pues, Apóstol de la esperanza y vector para que acaezca la transformación que se opera por la fe, activa en el amor. Decía Carl Gustav Jung que «el encuentro de dos personalidades es como el contacto de dos sustancias químicas: se produce una reacción tal que ambas se transforman». Y eso fue lo que les sucedió, cuando se encontraron con Jesús, a Pedro, Santiago y Juan; y a Dante, al compenetrarse con el alma inspirada de los autores de «las nuevas y las viejas escrituras».
Y eso es lo que le sucede al peregrino, que, cual palomo, por seguir usando la imagen de la “Divina Comedia”, vuela gozoso hasta el lugar del apóstol Santiago, el de la esperanza, para abrazarlo, regenerarse por el sacramento del perdón y gustar, ya en esta tierra, bajo la benevolente mirada del hijo de Zebedeo, el «alimento que allá arriba se come».
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 10 de enero de 2021, p. 29
