Respirar bien se ha convertido en el primordial anhelo de cientos de miles de personas, afectadas por la COVID-19. Las imágenes de pacientes extendidos sobre el suelo, en el pasillo de un hospital, tosiendo, ahogándose, que las cadenas de televisión han mostrado en los noticiarios, no las olvidaremos jamás.
El madrileño Paco Sanz, exjugador del Real Oviedo e hijo de Lorenzo Sanz, expresidente del Real Madrid, contó en La Nueva España, hace unos días, cuáles fueron sus padecimientos, a causa del coronavirus, durante su estancia en el hospital: «Me costaba respirar en cualquier posición. No entraba más aire. Como si te pasara un tren por encima. Un día tienes el cuerpo helado y a las horas sientes muchísimo calor». Paco logró, afortunadamente, salir adelante; no así, por desgracia, su padre.
De ahí el que los respiradores artificiales sean, en este momento, instrumentos imprescindibles en las unidades de cuidados intensivos. Son de tal importancia para salvar vidas humanas que, ante la escasez de este tipo de máquinas, los empleados de una casa de automóviles se han puesto a fabricar, bajo la dirección del ingeniero Sergio Arreciado, ventiladores mecánicos con motores de limpiaparabrisas de coches; en concreto, del modelo Seat León.
Y como la experiencia religiosa se imbrica en aquello que es esencialmente humano, y me estoy refiriendo al comer, beber, pensar, andar, dormir, reposar, cantar o amar, lo hace también en esa función básica de nuestra naturaleza: el respirar. En hebreo, lengua en la que fue escrita la mayor parte del Antiguo Testamento, “salvar” se dice “yasha’”, que significa, sin perjuicio de ulteriores desarrollos teológicos, posibilitarle a alguien el que tenga espacio para respirar. Puede verse en el capítulo del paso del mar Rojo: «Aquel día salvó el Señor a Israel» (Éxodo 14,30), porque no le faltó en ningún momento, mientras lo atravesaba a pie, pisando en seco, el oxígeno y pudo aspirar y espirar el aire a pleno pulmón cuando alcanzó la orilla de la libertad.
Estar salvado es, pues, vivir en desahogo, expansión, hondura y armonía, es poder ser uno mismo, sin constricciones, y, así, por poner otro ejemplo, quienes oran con los salmos suplican a Dios que los saque de la angustia, los rescate de la opresión, les perdone los pecados que atenazan la conciencia y los lleve a un lugar en el que se sientan seguros, sin estrecheces que los asfixien.
En la oración “Absolve” se pide para los difuntos «ut in resurrectionis gloria inter sanctos et electos tuos resuscitati respirent». Tras haber pasado el oprimente trance de la agonía y de la oscurísima noche de la muerte, la resurrección es como abrir las ventanas del ser a una nueva atmósfera, pura y luminosa. Aunque hay que decir también que suaves ráfagas de esa brisa de eternidad acariciaron ya la faz de la humanidad doliente, afligida y desesperanzada, cuando Cristo exhaló su último aliento, hálito divino, en la cruz, y, después, resucitado, lo insufló a los apóstoles, encerrados en una habitación a causa del miedo. De modo que si la salvación es anchura, es también respirar en Cristo.
En la historia ha habido figuras que se tomaron muy en serio lo de la respiración. Una de ellas fue Marcel Duchamp, el que nos endilgó como obra de arte “ready-made” un urinario de porcelana, tipo Bedfordshire, de fondo plano, con piquera, al que llamó “La fuente”. Duchamp, sin embargo, no se tenía por artista, sino por un “respirador” («Je suis un respirateur»), un individuo dedicado solo a respirar. Nada más. Y nada menos. Y en un acto de coherencia abandonó su labor creadora, pues decía que no quería repetirse ni pasarse la vida conformándose al cliché de sí mismo, así que decidió dedicarse a lo que realmente le gustaba, que era jugar al ajedrez. “Ars longa, vita brevis”.
No sé lo que habría dicho el filósofo Ludwig Wittgenstein si hubiese sabido del repunte, del pico de esencialismo en el que nos hallamos en este período de cuarentenas prolongadas, debatiendo si esto o aquello es esencial o no, pero estoy seguro de que quienes no albergan duda alguna acerca de la cuestión son los que han estado o están afectados por la COVID-19. Y si se les hiciese la pregunta de qué es, para ellos, lo realmente esencial, después de haber sufrido lo que nunca llegaron a imaginar que pudiera sobrevenirles, les bastaría con una sola palabra, un verbo, para formular la más convencida, densa y precisa respuesta: respirar.
Jorge Juan Fernández Sangrador
La Nueva España, domingo 12 de abril de 2020, pp. 38-39
